Maldito socialismo, ¡cómo te echamos de menos!
Higinio Polo
mar
31st, 2013 | By Boltxe kolektiboa | Category: Sozialismoa
Hace
unas semanas, en Berlín, mientras los beneficiarios del cambio político en la
Europa del Este celebraban la desaparición del muro (y, sobre todo, del “socialismo
real”) hace veinte años, como prueba manifiesta de la superioridad social del
capitalismo, la prensa internacional conservadora lanzó una de sus habituales
campañas propagandísticas para vender de nuevo la mentira del supuesto éxito
conseguido por el cambio político y económico en los antiguos países
socialistas europeos. La escenificación de una alegría impostada en ceremonias
de auto alabanza (con evidentes concesiones al nacionalismo alemán) y la
presencia, y, después, las imágenes difundidas por el mundo de Gorbachov,
George Bush, Kohl, Merkel, Wałesa y otros (incluso Medveded) celebrando la
“victoria sobre el comunismo”, escondían el sufrimiento social causado por el
retroceso hacia el capitalismo en toda la Europa oriental, y se revelaban como
la gran mentira de los festejos de Berlín.
Hace
un año, en enero de 2009, haciéndose eco de un estudio de la Universidad de
Oxford, el diario italiano Il Manifesto publicaba un artículo sobre las
consecuencias de las privatizaciones y de las reformas de la llamada terapia de
choque de Yeltsin y Gaidar en Rusia. El trabajo que citaba el diario italiano
había sido publicado en la revista médica Lancet y llevado a cabo por David
Stuckler, de la Universidad de Oxford, Lawrence King, de la Universidad de
Cambridge, y Martin McKee, de la London School of Hygiene and Tropical
Medicine, utilizando datos de organismos de la ONU, como la UNICEF, después de
una investigación de cuatro años. Un millón de muertos. Ese era el resultado de
la investigación que concretaba el aumento de la mortalidad (casi un trece por
ciento, durante los años noventa) a consecuencia del desempleo, las
privatizaciones y la aplicación de las recetas liberales que extendieron el
hambre, la miseria y causaron la destrucción de la economía rusa. Debe hacerse
la precisión de que el estudio abarcó la mayor y más poblada república
soviética, pero que, de hecho, Rusia representa sólo la mitad de la población
que componían las quince repúblicas soviéticas, y tampoco abordaba lo sucedido
en el resto de países socialistas, que, juntos, sumaban otros cien millones de
habitantes. Ese estudio publicado en Lancet, por tanto, sólo habla de la
mortandad causada entre ciento cincuenta millones de habitantes, mientras que
el conjunto de la población de la Europa socialista alcanzaba los cuatrocientos
millones. No debe olvidarse, además, que esas cifras son estimaciones, puesto
que otros estudios elevan mucho más el número de víctimas: piénsese en el
aumento de la mortalidad infantil, en el retroceso de la natalidad, en el
descenso de la población (a veces, por la emigración; en otras, por causas
distintas, que no siempre es fácil clasificar). Ucrania, por ejemplo, ha
descendido desde los 52 millones de habitantes que tenía en el socialismo, en
1991, a los actuales 46 millones, dieciocho años después.
Por
supuesto, nada de eso se vio reflejado en los festejos de Berlín, ni el
gobierno pronorteamericano de Yushenko y Timoshenko, ni los países capitalistas
occidentales se han preguntado hasta ahora por la causa de un desastre
demográfico de tal magnitud. Y es sólo un ejemplo, aunque sea de los más
dramáticos. La antigua RDA, que contaba con dieciséis millones de habitantes,
ha perdido dos, sobre todo por la emigración, y muchas ciudades se están
despoblando. Incluso el International Herald Tribune (en su edición del 15 de
enero de 2009) se hacía eco de la muerte prematura de unos tres millones de
personas en el conjunto de los antiguos países socialistas europeos, según
datos de los organismos de la ONU, y de la pérdida de unos diez millones de
personas en esos territorios. Ante el horror y la contundencia de las cifras,
Jeffrey Sachs (uno de los principales asesores de la terapia de choque
capitalista en Rusia y otros países) intentó descalificar esas estimaciones y, en
una carta a The Financial Times, consideró un éxito la reforma en Polonia,
Chequia y Eslovenia, al tiempo que achacaba la mortandad en la antigua URSS a
una evolución que se inició en la década de los sesenta del siglo XX, y a “la
pobre dieta alimenticia soviética” (afirmaciones que la excelente investigación
de Serguei Anatolevich Batchikov, Serguei Iurevich Glasev y Serguei Georguevich
Kara-Murza, en El libro blanco de Rusia. Las reformas neoliberales (1991-2004),
deja por completo en evidencia). Refutando a Sachs en esas mismas fechas, en
una entrevista en The Times, el premio Nobel Joseph Stiglitz afirmó que la
terapia de choque fue “una política económica desastrosa”. El capitalismo ha
llevado a la muerte a millones de personas, y no sólo en anteriores etapas
históricas, sino en estos últimos años. La desaparición del socialismo europeo
no fue un éxito, sino una catástrofe, y centenares de miles de personas
vivirían aún de no haber mediado ese desastre que celebraban en Berlín.
*
* *
Bajo
el socialismo, con el trabajo, asegurado para toda la vida para cualquier
ciudadano, se disponía de casa, de asistencia médica, vacaciones y jubilación.
Nadie pensaba en el desempleo, ni en los desahucios y la falta de techo, ni en
las abusivas hipotecas de por vida, ni esperaba con temor una vejez desamparada
y pobre. La privatización trajo consigo la pérdida de millones de puestos de
trabajo, el desmantelamiento de buena parte de la industria, creó una espantosa
corrupción, y. además, desató la miseria, la desesperación, el aumento del
alcoholismo, de los suicidios, el abandono de niños, las pensiones de miseria,
la introducción de ciegos criterios de mercado por encima del interés social,
mientras se enriquecía una minoría.
El
desastre en las instituciones científicas, el retroceso en la investigación, la
ruina de la cultura, la introducción desde el Occidente capitalista de los más
banales y zafios recursos de entretenimiento y alienamiento popular, la
planificada destrucción de las costumbres sociales de ayuda mutua y
solidaridad, fue acompañada por la exaltación del egoísmo personal y la
búsqueda del bien privado, porque lo común pasó a ser considerado sospechoso
por el nuevo poder capitalista. El desmantelamiento de la sanidad pública, el
aumento de los precios de las medicinas, la reducción de la esperanza de vida,
afectaron de manera determinante a la población. Todavía desconocemos las
cifras de suicidios, las muertes causadas por el alcoholismo de quienes habían
caído en la desesperación; la mortalidad debida a la proliferación de
enfermedades como la tuberculosis, que afectan ahora a millones de personas, el
destino de muchos de los centenares de miles de vagabundos y de niños
abandonados que llenaron toda la geografía de la Europa oriental, y que siguen
viéndose hoy, que fueron consecuencia directa de la salvaje implantación del
capitalismo. Si hace dos décadas el hambre era desconocido en toda la Europa
oriental, hoy afecta a millones de personas. Se dispone de algunas estadísticas
parciales: en Ucrania, hoy, por ejemplo, un millón y medio de personas pasa
hambre.
Esa
política, impulsada en Rusia por el sanguinario Yeltsin, y por personajes como
Gaidar y Chubais, tenía detrás a académicos norteamericanos neoliberales como
el citado Jeffrey Sachs, y suecos como Anders Åslund (ayer, asesor económico en
Rusia y Ucrania, y hoy responsable del programa ruso y euroasiático de Carnegie
Endowment for International Peace de Washington), y sus ideas recibieron el
apoyo entusiasta de Estados Unidos, con Clinton al frente (el presidente a
quien tanta risa daban las ocurrencias del alcoholizado Yeltsin); tenían el
sostén de Alemania, con Helmut Kohl; de Gran Bretaña, bajo John Major; y de
Francia, con Mitterrand, y, después, Chirac.
Con apoyo occidental se produjo el mayor robo de la historia
de la humanidad, en la Unión Soviética y en el resto de países socialistas
europeos.
No hubo frenos al latrocinio. Incluso, como ocurrió en Bulgaria, llegaron a
devolver al rey Simeón ¡más tierras de las que poseía antes de la
nacionalización decretada al finalizar la Segunda Guerra Mundial! Solamente en
la RDA, aunque suele alegarse el gran volumen de las “ayudas” desde la RFA a
las nuevas regiones del Este, se oculta que Bonn se apoderó de todo el
patrimonio nacional de la RDA, que tenía un valor calculado en el doble de los
desembolsos realizados por Bonn: la deliberada destrucción de la industria del
Este alemán, exigida por los empresarios y aplicada por el gobierno occidental,
forzó a la emigración de centenares de miles de ciudadanos y aceleró el
envejecimiento de todo el territorio oriental. También las mujeres perdieron:
en la RDA, trabajaban el 92 % de ellas; hoy, apenas el 69 %. Libertad… para
emigrar, y para morir.
Esa
realidad es conocida por los investigadores y por los gobiernos, pero no por
ello se sienten aludidos los liberales: algunos, aunque no pueden dejar de
reconocer el desastre, insisten en las ventajas a largo plazo de la
implantación del capitalismo en la Europa del Este. Veinte años después de la
desaparición de los sistemas socialistas que gobernaban la Europa del Este, la
bien engrasada maquinaria propagandística de los medios de comunicación sigue
remachando el clavo de la interpretación sobre aquellos hechos: manejando ideas
simples para asuntos complejos, liquidan el expediente evocando la supuesta
“rebelión popular contra el socialismo”, para terminar felicitándose,
interesadamente, por la “muerte del comunismo” y el “triunfo de la libertad”.
Además del recurso a la deshonesta y falsa equivalencia entre nazismo y
comunismo, los defensores del capitalismo utilizan otros argumentos. La
equiparación entre democracia y capitalismo fue sólo una de las muchas astucias
de tramposos que los laboratorios ideológicos del liberalismo desarrollaron con
éxito en la Europa del Este, pese a la evidencia de que el capitalismo no trae
consigo la democracia: de hecho, ha convivido y convive con regímenes
dictatoriales, monarquías autoritarias, estados expansionistas y belicistas,
democracias tuteladas, y, también, con el nazismo y el fascismo. Porque la
actual democracia liberal (corrompida por el poder del dinero) es sólo una de
las formas políticas que ha adoptado el capitalismo. Otra de las trampas que
utilizan los liberales es la condena universal del socialismo por los excesos y
crímenes del pasado, mientras que el capitalismo es presentado como carente de
historia: parecería que ni el colonialismo, el imperialismo, las matanzas y la
represión en todos los países, existieron nunca, y, si se recuerdan, son para
considerarlos fenómenos históricos que no tienen nada que ver con el
capitalismo actual, pese a las guerras que mantiene. Para la propaganda
liberal, ese capitalismo está representado apenas por los países más
desarrollados, no por los más pobres: es Francia, no Egipto; es Alemania, pero
no Indonesia; es Estados Unidos, pero no Haití. El entusiasmo liberal por la
revisión de la historia llega al extremo de querer equiparar comunismo y
nazismo por el procedimiento de negar la evidente filiación del fascismo con el
capitalismo, y con la abusiva utilización del término “totalitario” que permite
crear el espejismo de un capitalismo “democrático” que se habría opuesto al
totalitarismo de nazis y comunistas, idea que no resiste la menor comprobación
empírica, porque el nazismo y el fascismo no fueron derrotados por las
potencias capitalistas sino por el socialismo soviético.
Nikolái
Rizhkov, que fue, desde 1985 hasta 1990, presidente del gobierno soviético con
Gorbachov, y que hoy, como senador, defiende la política de Putin, considera
que “la desaparición de la URSS fue una tragedia”, y todos los indicadores
sociales y económicos lo confirman. No sólo en lo económico: Rizkhov cree que
Gorbachov negoció mal el “asunto alemán” y que nunca debió aceptar que la
Alemania unificada permaneciese en la OTAN. Esa imposición estimuló la
voracidad y la ampliación posterior de esa alianza, que ha llegado a engullir
incluso a tres antiguas repúblicas soviéticas, y a establecer cuarteles
norteamericanos en las puertas de Rusia. El Pacto de Varsovia fue desmantelado;
la OTAN sigue planificando guerras. Se seguirá discutiendo durante mucho tiempo
sobre esa catástrofe. Hoy, las diversas explicaciones llegan desde la
indigencia intelectual y la deshonestidad política de los medios liberales,
pasando por la severidad de un sector de la izquierda (socialdemócrata,
trotskista, anarquista) que condena, a veces sin matices, la experiencia del
socialismo real, y terminando con la hagiografía de otro sector de la izquierda
(comunista) que rechaza cualquier análisis crítico de la realidad de los
antiguos países socialistas europeos.
Desde
la Polonia que acaba de prohibir la bandera roja y los símbolos comunistas
(igual que hicieron Hitler, o Franco, o Mussolini), desde la Chequia que
intenta prohibir ahora el partido comunista; desde los países bálticos, que con
su feroz falsificación histórica relegan a los comunistas a la clandestinidad y
absuelven a los nazis locales de su complicidad con el Reich hitleriano; desde
la Alemania unida que persigue el recuerdo de la RDA, o desde la Rusia que
quiere destruir al partido comunista, todos esos países, unidos al gran altavoz
de la propaganda liberal que tiene su centro en Estados Unidos, se agrupan tras
Washington en una poderosa coalición que sigue saludando como una gran victoria
de la libertad el vendaval que se inició en 1989 y culminó, primero, en 1991,
con la desaparición de la URSS, y finalmente, en 1993, con el golpe de Estado
de Yeltsin en Rusia, que consolidó la vía golpista al capitalismo.
La
política de Gorbachov segó la hierba bajo los pies de los dirigentes comunistas
europeos, porque estimuló las protestas y anunció tácitamente que Moscú no
movería un dedo para sostener a la Europa oriental. Incluso se estimularon las
protestas: los gobiernos se vieron abocados a iniciar improvisadamente
reformas, a entablar procesos de negociación con la oposición y, en última
instancia, a ceder el poder. No obstante, pese al análisis predominante que hoy
se hace en Occidente (sostenido con entusiasmo por los beneficiarios del cambio
de régimen: una mezcla, según los países, de antiguos disidentes, viejos
“comunistas” reconvertidos al capitalismo y nuevos burgueses surgidos de la
rapiña y el caos), que puede resumirse en la falsa foto fija de una “rebelión
contra el socialismo”, lo cierto es que las manifestaciones de 1989 en la
Europa del Este no reclamaban nunca el capitalismo: querían reformar el
socialismo, acabar con el autoritarismo y los abusos del poder comunista, conquistar
la libertad y acabar con el temor reverencial al poder, conservando las
estructuras económicas del socialismo. Sin embargo, las explicaciones no son
sencillas, y aunque desconocemos todavía buena parte de las complicidades y de
la acción que desarrollaron las grandes potencias, no se sostiene la
interpretación liberal de un hartazgo popular, porque buena parte de la
población permaneció a la expectativa. La supuesta rebelión popular en Rumania
contra Ceaucescu, por ejemplo, nunca existió: hubo importantes y nutridas
manifestaciones, sí, pero el general Stanculescu ha revelado recientemente que
el golpe de 1989 que terminó con la sentencia a muerte del presidente del país
contó con la complicidad soviética y norteamericana. Al margen del turbio carácter
del personaje, y de su afán por justificar su papel, lo cierto es que seguimos
desconociendo muchos aspectos de los acontecimientos de ese año, y no sólo en
Rumania, aunque no todos obedecen a causas conspiratorias. Es cierto que las
maniobras y operaciones planificadas operaron sobre un descontento popular que
se manifestaba en la población católica polaca, en la insatisfacción por la
limitación de movimientos en la RDA, Hungría o Checoslovaquia, en la escasez de
abastecimientos en Rumania, Bulgaria o la URSS, y en la aspiración a la
libertad, pero la clave está en la pasividad del Moscú de Gorbachov y en la
incapacidad de los gobiernos comunistas para afrontar y canalizar unas
protestas pacíficas que, en su origen, no iban masivamente contra el socialismo:
ni siquiera tras el hundimiento de la Europa socialista en 1989, en la URSS que
veía crecer la demagogia de Yeltsin y que le llevó a ganar las elecciones rusas
y a disolver la Unión Soviética en 1991, nunca su gobierno se atrevió a
explicar a la población que su propósito era implantar el capitalismo.
Uno
de los mecanismos de robo impuestos a la población fueron las altas tasas de
inflación en toda la zona (¡que llegaron a superar los tres dígitos!) a causa
de la decretada liberalización de precios, lo que supuso una brutal devaluación
de los ahorros de la población. Junto a ello, la masiva desindustrialización,
que llevó a caídas de la producción superiores al 50 % en muchos países, y la
consiguiente introducción de capital, tecnología y empresas occidentales que se
apoderaron de la estructura productiva en Checoslovaquia, Hungría, Polonia y
otros países. El aumento de los precios no fue equilibrado con un aumento de
los salarios, y esa fue una de las vías para favorecer la acumulación de los
nuevos capitalistas y para desarmar cualquier conato de protesta, porque la
población debía emplear toda su energía en asegurarse el sustento diario,
siempre por debajo de la dieta alimenticia habitual que tenía en el socialismo.
Los salarios continúan siendo hoy mucho más bajos que en el occidente europeo,
y eso explica la instalación de empresas occidentales para explotar una mano de
obra barata, pero educada y con gran capacidad técnica. La privatización de los
bienes del Estado (a través de ventas amañadas, subastas falseadas o “reparto”
de participaciones que, inevitablemente, acabaron en manos de los nuevos
capitalistas) trajo consigo un cambio total de propiedad, de la que se
aprovechó la gran empresa occidental. Los nuevos bancos que operan en la Europa
oriental, por ejemplo, son controlados casi en su totalidad por capital
extranjero, y la introducción de las empresas capitalistas europeas buscó desde
el principio apoderarse de buena parte de los sectores económicos de cada país,
junto a la explotación de mano de obra y la especulación financiera y
urbanística, y, en ocasiones, a la creación de “industrias” tan repulsivas como
la que se dedica a la pornografía en Budapest, convertida en el mayor centro
europeo de ese negocio.
La
deuda externa combinada de los países europeos orientales en 2008, excluida
Rusia, superaba con mucho (en casi 200.000 millones de euros) el monto total de
las inversiones extranjeras (que han sido de unos 450.000 millones) acumuladas
en los casi veinte años anteriores: un mal negocio, desde cualquier punto de
vista. La emigración ha supuesto un golpe demoledor para la mayoría de los
países, y, al tiempo, un recurso inevitable para la subsistencia de muchas
familias. Aunque las estadísticas son precarias e incompletas, sabemos que más de
un millón de polacos han emigrado a Gran Bretaña, y contingentes numerosos a
otros países, y el gobierno de Bucarest considera que tres millones de rumanos
han abandonado el país. También, sabemos que casi cuatrocientos mil moldavos
han emigrado, casi el diez por ciento de la población. Centenares de miles de
niños han sido abandonados por sus padres, o han quedado al cuidado de otros
familiares. En Polonia, unos quince mil niños han terminado en orfanatos. El
fenómeno es particularmente grave en Ucrania, Moldavia, Rumania y Bulgaria.
Solamente en Rumania, según la Fundación Soros (que no es sospechosa,
precisamente, de tener simpatías por el viejo socialismo real), hay trescientos
cincuenta mil niños abandonados. El corolario de todo ello es el aumento de la
delincuencia, de la explotación sexual de muchos de esos niños, del tráfico de
personas. La caída de la esperanza de vida ha sido también constante y
documentada por entidades locales e internacionales. Agrupando a todos los
antiguos países socialistas europeos y las dos mayores repúblicas soviéticas,
Rusia y Ucrania, en 1993 hubo casi 700.000 muertes más que en 1989. En un solo
año. El fenómeno, aunque con altibajos, fue constante durante toda la década
final del siglo XX. Esa terrible mortandad debe tenerse en cuenta al hablar del
supuesto “éxito” de la transición del socialismo al capitalismo.
Ahora,
tras veinte años de capitalismo, las recetas que gobiernos, e instituciones
como el FMI, aplican contra la crisis en que se encuentran los países del Este
europeo son las tradicionales del más feroz liberalismo: nuevas reducciones
salariales, aumento de impuestos a la población, recortes sociales, reducción
de pensiones, desmantelamiento de servicios, con el aumento consiguiente de la
pobreza. La omnipresente corrupción, con raíces propias pero también instigada
por la actuación de los empresarios occidentales; la degradación cultural, con
dramáticas caídas de los índices de lectura y la desaparición o emigración de
buena parte de los científicos y de las instituciones dedicadas a la
investigación y la cultura; la destrucción de los valores de solidaridad, que
ha sido constante y sistemática, sustituyéndolos por la noción del éxito y del
enriquecimiento rápido, definen un amenazador futuro inmediato.
Junto
a ello, los rasgos populistas, nacionalistas e incluso racistas (cuando no
directamente fascistas, como se ha visto en la rehabilitación de los nazis
locales en los países bálticos) han impregnado el discurso político de las
nuevas élites, que, además, juzgan razonable acompañar en aventuras militares
exteriores a Washington, como ha ocurrido en Iraq y Afganistán. La sumisión de
las nuevas élites gobernantes de los países de la Europa del Este a los Estados
Unidos se constata en la humillante carta suscrita, con ocasión de la agresión
de Georgia a Osetia del Sur en el verano de 2008, por antiguos presidentes de
algunos países, como el polaco Lech Wałesa, el checo Vaclav Havel, la letona
Vaira Vike-Freiberga, el lituano Valdas Adamkus, entre otros (todos, anteriores
cómplices de las sanguinarias aventuras bélicas de Bush), donde se alarmaban
por el descenso del atractivo de Estados Unidos entre la población de sus
países, se declaraban decididos “atlantistas”, y llamaban a “defender a
Georgia” y a incluir a este país y a Ucrania en la OTAN, además de a evitar la
influencia de Rusia en la Europa oriental y a limitar la capacidad de
exportación de hidrocarburos rusos hacia el resto del continente: sin
percatarse, esos aplicados discípulos de Washington, definían un completo
programa de expansión para Washington en la zona… firmado por quienes ayer se
proclamaban celosos defensores de la libertad y la independencia de sus países.
La
agencia Reuters informaba recientemente de la nostalgia del socialismo entre la
población de la Europa del Este: apenas el treinta por ciento de los ucranianos
es partidario del cambio producido (en 1991, un 72 % llegó a creer que la
conversión sería positiva), en Lituania y Bulgaria ya son mayoría quienes
rechazan el cambio; y en Hungría, el 70 % de quienes eran adultos en 1989,
confiesa su decepción por el capitalismo y por el abandono del socialismo. Algo
similar ocurre en los países que formaron la antigua Yugoslavia. En Alemania
del Este apenas una cuarta parte de la población se siente ciudadana plena de
la nueva Alemania. Y en Rusia todas las encuestas siguen recogiendo que la
mayoría de la población considera una tragedia la desaparición de la URSS. Lo
mismo ocurre en las otras repúblicas soviéticas.
Es
cierto que muchos aspectos negativos del socialismo real han sido olvidados por
la población, sin duda porque el hecho incontestable es que la libertad no
existe con la precariedad, el desempleo, la incertidumbre, la corrupción, el
miedo al futuro. No obstante, aunque no sea el objeto de estas líneas, la
aspiración a la libertad y a formas de participación reales en la antigua
Europa socialista eran cuestiones de máxima relevancia que fueron ignoradas en
los países del socialismo real, como los serios desajustes de su economía que se
pusieron de manifiesto a lo largo de la década de los años ochenta. La
constatación del desastre social de la restauración capitalista hace aumentar
la nostalgia en toda la antigua Europa socialista, pero no resuelve los
problemas actuales de la población, porque la reconstrucción de los
instrumentos de oposición capaces de proponer opciones socialistas viables no
será sencilla: la mayoría de los partidos comunistas fueron destruidos, sus
miembros, perseguidos, la ideología comunista sistemáticamente difamada, y los
gobiernos y partidos liberales mantienen un control absoluto de los medios de
comunicación. Los comunistas rusos hablan de la naturaleza criminal del actual
régimen ruso, pero la clase obrera soviética ha sido en gran parte destruida
por el proceso de desmantelamiento industrial, y eso limita su capacidad de
lucha. Pese a ello, subsisten importantes partidos comunistas en Rusia,
República Checa y Ucrania, y se ha creado un nuevo referente en Alemania.
A
la vista del sufrimiento social causado en estas dos décadas, debemos concluir
que no había nada que celebrar en Berlín, aunque los muros nunca sean una
apuesta por el futuro. La terapia de choque fue un experimento social, del cual
el capitalismo no se hace ahora responsable, que se convirtió en una verdadera
matanza de dimensiones aterradoras. En toda la Europa oriental, la muerte
cabalgó sobre la privatización y el capitalismo. Veinte años después, los
ciudadanos de esos países recuerdan las insuficiencias del socialismo real, el
autoritarismo, la represión de toda disidencia, el obsesivo control, pero
cultivan también la nostalgia de un pasado cercano donde, a pesar de todo, la
vida era más humana que ahora, y, por eso, parecen decirnos: Maldito
socialismo, cómo te echamos de menos.
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