Por Andrés Sorel
27 FEBRERO 2013
Parecen estar de más las palabras.
Ser inútiles los razonamientos. Día a día desde los medios de comunicación se
nos bombardea con tantos procedimientos técnicos y formas
visuales como argumentos torticeros y palabras engañosas. La capacidad de
embaucar a través de la fraudulenta utilización del idioma parece carecer de
límites. ¿De qué se habla para que el estrépito y la multiplicación de las
noticias anule la facultad de reaccionar? De corrupciones y latrocinios
protagonizados por las clases dirigentes: políticos, banqueros, industriales,
aristócratas o eclesiásticos. En medio, atosigamiento informativo sobre las
otras caras del “progreso”: pantallas y papeles se llenan con imágenes de
santuarios de lujo donde habitan los pudientes, cuerpos de hombres y mujeres
casi artísticos por su cuidado y desarrollo, interminables informaciones sobre
la moda y sus desfiles, instrumentos técnicos de última generación: el mundo de
la velocidad, la técnica y el technicolor.
Marzo de
1909. Escribe Karl Kraus:
“El progreso es uno de los inventos
más ingeniosos que (la humanidad) haya ideado nunca por el mero hecho de que
solo se necesita fe para hacerlo funcionar, de tal manera que el juego lo ganan
indefectiblemente aquellos representantes del progreso que solicitan un crédito
ilimitado”.
El léxico que a través de los
medios se expande a la población, es lo que solicita: creer en las palabras que
desde sus tribunas, ellos, que para eso conforman el poder, predican.
Unos nombres suceden a otros. Unas
siglas apedrean a otras siglas para que los ciudadanos comprendan la lógica de
la igualdad que sustenta la ética y la razón de ser de esta democracia. PP,
PSOE, CIU, Banca, Monarquía, Iglesia, Justicia, poder, oposición: melopea que
conduce al aburrimiento, provoca la fatiga y desemboca en el desánimo. No es
algo coyuntural. Pero la historia abunda en pensamientos que pretendieron
transformar la inmunda realidad y denunciaron la opresión y la injusticia.
Intelectuales que pagaron hasta con su propia vida el esfuerzo por mantener la
ética y la dignidad del pensamiento que aún conducido tantas veces a la hoguera
consigue avivar sus cenizas nunca del todo consumidas.
Vivimos un tiempo en que mercaderes y
policías imponen la ley de la selva en el desarrollo del progreso y la
civilización. España no es sino una charca putrefacta en que se agostan las
ideas, naufragan los pensamientos y solamente una minoría de intelectuales
exponen sus críticas ante la apatía, el conformismo y la alienación de la
mayoría, que prefiere renunciar a su libertad y razón de ser a cambio de
recibir el salario del miedo, la impudicia y la vergüenza.
Porque no son cifras aunque estas
hablen de millones. Son personas las víctimas. Una a una tienen nombre,
historia. Hace tiempo que para los oligarcas terroristas dejaron de ser seres
humanos: se convirtieron en mercancía, para ser utilizada o desechable. Mas
para nosotros son, ahora más que nunca, seres humanos. Como los millones de
sacrificados en las cámaras de gas y los hornos crematorios. Como los
asesinados en las guerras. Y es por esas personas, que carecen de trabajo, de
alimentos, por esos niños a los que arrebatan las escuelas, los cuidados
sanitarios, por los que deben unirse los intelectuales, encauzar su protesta
ante los inútiles Parlamentos o instituciones similares. Porque vivimos en un nuevo
genocidio dulcificado, lento pero persistente y sombrío, suave en las formas
pero a la postre igualmente criminal y culpable. Y odiamos las formas con las
que se presenta esta situación. Odiamos las sonrisas de conejo de los Montoro
de turno o la faz agresiva y prepotente de los Guindos. Tampoco nos gustan los
deditos al aire buscando vientos transformadores que él no puede impulsar en
los cerrados congresos o sedes de partido de los Rubalcaba, y nos provocan
náuseas familias como las de los Pujol que esconden sus ansias dinerarias en
chantajes independentistas.
Y es precisa ahondar en la
escenificada protesta desbordada por quienes ya en las calles de toda España
demandan otras expresiones, lenguajes, gritos y formulaciones reivindicativas
más sinceras y sin hipotecas burocráticas y funcionariales de ninguna clase. No
más banderas, himnos, canciones, expresiones patrioteras y protestas pactadas
con los responsables de la situación que no dejan de ser sino supeditaciones
políticas y sociales al capitalismo que se ha adueñado del usufructo y la representación
política. Que en nombre de la moral, la ética y la justicia real y no virtual
se escuche la voz colectiva de los que tienen algo que decir, Y los que nada
tengan que hablar, que callen de una puta vez.
Mejor estar solos, con la
minoría pensante y libre, que acompañar el chapoteo de los batracios que nadan
en las sucias y sanguinolentas aguas de la política y la cultura del mercado.
Mejor que nos silencien o insulten como hace el protector de los corruptos con
los artistas que no se resignan a pasear su silencio por las alfombras rojas. Que también el dinero que se recibe o la foto que se expone
en compañía de los Thysen de turno, o el sometimiento a las reglas que imponen
los platós de las televisiones o los mercados de la publicidad acompañando a
los genocidas de corbatas, camisa blanca y edulcorados modales, están manchados
de sangre y mierda.
Más allá
del nihilismo, ¿qué nos queda? Cuando el fascismo y el nazismo devastaban
Europa, en aquella noche gélida, profunda, que convirtió en criminales, activos
o pasivos a gran parte de sus habitantes, algunos pensadores y creadores
buscaban atravesar “la tierra dolorosa de la cizaña incansable, el alimento
amargo, y encontrar la antigua y la nueva aurora”, (Albert Camus).
Anhelaban el resurgimiento de un hombre nuevo que impidiera el crimen como
normalidad del progreso.
Porque es preciso continuar
regenerando el lenguaje y destruir los catecismos -resignación, obediencia,
justicia de Dios, la otra vida, o la clase obrera motor de la revolución, en
nombre del proletariado, el paraíso comunista-. La época miserable, a través de
la comunicación, ha alargado sus tentáculos y el Dios de los mercados impulsó,
compró, a los teóricos que se aliaron con el neoliberalismo. Y el marxismo y el
sindicalismo de clase, en parte, no pudieron o supieron o quisieron resistir
los grilletes de sus abrazos envenenados.
El hombre rebelde posee, en la
España de hoy, más razones que nunca para cargar el fusil de su pensamiento y
descargar las balas de sus palabras; ha de intentar paralizar con su acción las
mentiras, las injusticias, y la violencia terrorista de los poderes
gobernantes. Mas nos preguntamos: ¿cómo ampliar el número de los hombres
rebeldes?
“En la
culminación de la tragedia contemporánea entramos en la famiuliaridad del
crimen”, insiste Camus. Y en España y en
Europa -el mundo por extensión- aceptamos y nos resignamos a vivir en la
normalidad del “crimen organizado” desde los poderes: económico, político,
militar, religioso, comunicacional. Y ya solamente nos resta luchar, morir o,
como escribió Kraus tras el acceso de Hitler al poder “en el ocaso del mundo
yo quiero vivir retirado en lo privado”. Rebelarnos o extinguirnos. Volver
a alentar el sueño de una humanidad que camine hacia el futuro o
renegar de nosotros mismos. Quién sea capaz de pensar, tener vida racional, ha
de comprenderlo. No se mata a Dios con ideas si no se destruyen sus símbolos y
representaciones. No se combate la explotación despiadada del capitalismo
criminal si no se desintegra a sus guardianes. No se impulsa la revolución si
no se convence a quienes dicen representarla de que abandonen su burocratismo,
se desenganchen de su pacto funcionarial con el enemigo y se lancen a pecho
descubierto a las barricadas donde se realiza el hombre total que preconizaba
Carlos Marx. La rebelión no puede pactar con el enemigo ni aceptar las
fronteras y condiciones de lucha que este pretende imponer. El diálogo no puede
supeditarse a la propaganda y la publicidad mediatizada y dirigida desde el
poder. Y el oscurantismo religioso no puede ser sustituido por el oscurantismo
bursátil. A la explotación permanente solo puede oponerse el pensamiento y la
acción revolucionaria permanente. Dejémonos de catecismos de una y otra índole.
Denunciemos con las experiencias históricas recientes las mentiras políticas y
la irracionalidad popular que condujeron a las guerras, exterminios y campos de
concentración en Alemania, la URSS o Camboya, por significar algunos terribles
dramas del siglo XX. La civilización del culto a la técnica como impulsora de
la producción y el beneficio condujo al capitalismo salvaje y al socialismo
antirevolucionario y de Estado y partido endogámico. El ser humano ha de luchar
contra los credos embaucadores, por su auténtica libertad, dignidad, igualdad y
futuro. No olvidemos la historia pasada para no repetirla en las décadas
presentes. Como escribe Camus:
“Una
innoble y cruel potencia reina en este mundo en el que solo las piedras son
inocentes. Los condenados se ven obligados a ahorcarse los unos a los otros”
Los gobernantes de la España de 2013
solo sienten desprecio por el pueblo sometido a sus dictados. Es el desprecio
de los ignorantes y criminales nazis que al ser derrotados se limitaban a
aducir: no hemos hecho sino cumplir con nuestro deber y ejecutar las órdenes
recibidas. Seres primitivos -posteriormente me referiré a uno de los tipos
humanos que mejor ejemplifican esta perversa inocencia, María Dolores de
Cospedal- que necesitan refugiarse también en su Dios y que confiesan su fe en
los preceptos religiosos y bursátiles con la misma estulticia con la que los
curas predican el catecismo. Su consigna a los ciudadanos es que sean crédulos,
que obedezcan, sean fieles súbditos, que todo se hace por su bien y por España.
Lo que no es obstáculo para que ante quienes protestan no duden en crear leyes
cada vez más punitivas y aumentar el número de policías que se conviertan en
disciplinados y feroces, si es necesario, soldados del Señor (Dios o el
Mercado).
Así los sueños de la razón van
desembocando en estados cada vez más terroristas. Y contra ellos necesitamos
intelectuales terroristas que combatan sin desmayo tanto a la religión
embaucadora como a las leyes impulsadas por los gobernantes del dinero, y que
se rebelen al tiempo contra el arte y la literatura sojuzgados por los mercados
y la filosofía y la educación al servicio de los gendarmes del sistema político
financiero imperante.
Saint Just escribió antes de ser
devorado, asesinado por la revolución que había contribuido a impulsar:
“La
revolución está helada, todos los principios se han debilitado, solo quedan
birretes movidos por la intriga. El ejercicio del terror ha embotado al crimen
como los licores fuertes embotan al paladar”.
Y con las palabras de Saint Just
que recoge Camus terminamos esta primera reflexión ofrecida a los compañeros
del pensamiento y la literatura:
“La moral
es más fuerte que los tiranos (…) Sería abandonar poca cosa una vida en la que
habría de ser el cómplice o el testigo mudo del mal”.
(Tomado de La antorcha del siglo XXI)
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