Carlos Molina Velásquez (*)
Domingo, 24 Marzo 2013
SAN SALVADOR - La posibilidad de que
beatifiquen (y luego canonicen) a Monseñor Romero me genera sentimientos
encontrados. Por un lado, debo admitir que sería un acontecimiento histórico y motivo
de alegría para millones. Sin embargo, oficializando la santidad de Romero se
pondría en riesgo, precisamente, su peligrosidad.
Pienso
que su reconocimiento como “santo” de parte de la institucionalidad
eclesiástica terminaría por convertirlo en un personaje neutro, light, descafeinado; mientras que,
si no lo beatifican, seguirá siendo San Romero de América, un santo que
traspasa fronteras y que es un modelo para millones de creyentes y no
creyentes.
Cuando
mi hijo mayor era pequeñito, le pregunté si sabía por qué Jesús colgaba de una
cruz. Nunca olvidaré su respuesta: “Lo convirtieron en adorno”. Eso hicieron
hasta ahora las beatificaciones y canonizaciones: comercializar la fe,
convertir el ejemplo de los mártires en amor al dinero —la raíz de todos los
males, según San Pablo—.
Esta
institucionalización del culto a los santos no sólo los convierte en artículos
de consumo, sino que hace algo peor al elevarlos al cielo. Monseñor Romero nunca ascendió a
los cielos, sino que descendió al inframundo de los pobres, los explotados y
marginados, para alcanzar junto a ellos la auténtica humanidad. Romero fue “un
hombre para los demás” (Dietrich Bonhoeffer) y así se hizo humano. Y eso le bastó
para volverse santo.
Romero
fue un obispo subversivo y politizado, sin duda. La politización aparece
siempre que se toma partido, y en el caso de Romero su partido fueron las
mayorías populares. Por eso la derecha nunca considerará a Monseñor como su santo.
Además, no lo necesita: ya tienen a Escrivá de Balaguer, para predicar la
caridad que no pregunta por qué hay pobres, o a Agustín de Hipona, para hacer
de la misoginia una bandera.
Algunos
dijeron que Romero no sería canonizado “mientras la sociedad salvadoreña
siguiera dividida”. Yo pienso que si eso fuera cierto, pueden sentarse a
esperar. Aunque mejor sería que se sumaran a la lucha por la transformación de la sociedad y la
construcción del Reino de Dios en la Tierra, que en buen izquierdismo es “el
imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser
humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable” (Karl Marx).
Romero
eligió lo segundo, fue acusado de “comunista” —como también le dijeron a Dom
Hélder Câmara—, y terminó como otro mártir argentino, Monseñor Enrique
Angelelli, asesinado por los sicarios del capital. Ambos enfrentaron sin
tapujos al poder, aun estando su vida en juego. No es difícil imaginarse lo que
ellos habrían dicho a quien se los echase en cara: ¿Cómo no arriesgar la vida
por aquellos que no la tienen segura un solo minuto de sus días y que son los
preferidos de Dios? Pero eso solo puede decirlo quien ha entendido que no se
trata de salvar a la Iglesia, sino de construir el Reino de Dios.
(*)
Académico y columnista de ContraPunto
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