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lunes, 5 de noviembre de 2012

La versión ecléctica y sus problemas (Extracto del libro: La Verdadera historia de la separación de 1903)


La versión ecléctica y sus problemas
(Extracto del libro: La Verdadera historia de la separación de 1903)
Por Olmedo Beluche


No nos referiremos más a la “leyenda dorada”, pues los hechos descritos desmienten todas sus falsedades y mitos. Realmente hay que ser muy ingenuo para creer en ella. Con la “leyenda dorada”, a muchos panameños le ocurre lo mismo que con la versión bíblica de la creación, intuyen que está llena de incoherencias, pero no la combaten porque seguir la costumbre es más fácil y porque replantearse todo el problema requiere tiempo, evidencias y esfuerzos que no siempre se tienen cuando se trata de luchar por el pan de cada día. Además, cuestionar las tradiciones suele producir cierta angustia moral que no todos soportan.


De la “leyenda negra” habría que decir que la mayor parte de lo que dice NO ES LEYENDA, es una oscura y vergonzosa realidad histórica. En todo caso, habría que acotarle la responsabilidad y la traición, por acción u omisión, del gobierno de Marroquín y la mayoría de sus ministros. Cuando se repasan los hechos, y la falta de visión con que actuó el gobierno colombiano, siempre queda la duda si el embajador norteamericano en Bogotá, Sr. Beaupré, no realizó algunos sobornos por allá también.


No ocurre lo mismo con la que Gasteazoro llama versión “ecléctica” (suponemos que la llama así porque mezcla las versiones “dorada” y “negra”), la cual es más sofisticada y salpicada de elementos de sociología pretendidamente “marxista”. El problema central de la versión “ecléctica” es que, aceptando el papel desempeñado por los intereses imperialistas norteamericanos, y los fines crematísticos de la oligarquía panameña, acaba lavándoles la cara o justificando los hechos del 3 de Noviembre de 1903, porque supuestamente son la culminación de un proceso de conformación de la nación panameña.


Quien inaugura la versión “ecléctica” es Diógenes De La Rosa, el cual considera que, al 3 de Noviembre, “lo han maltraído el panegírico y la diatriba”, pero que en todo gran acontecimiento intervienen intereses personales y “conflicto de lealtades”. Pero: “Tales intereses son legítimos cuando están vinculados a las necesidades de progreso de porciones considerables de la humanidad y mezquinos, cuando se ligan a ambiciones exclusivas de estrechos grupos sociales. La realidad rara vez los separa categóricamente…”[1].


¿La separación de Colombia y el canal significaron el “progreso de porciones considerables de la humanidad”? Evidentemente los pueblos de Colombia y Panamá fueron los menos beneficiados. Si se adopta acríticamente el concepto de “progreso” y “civilización” como lo ha interpretado la burguesía imperialista europea y anglosajona llegamos a un equívoco, pues en base a esa ideología se ha justificado el despojo de muchos pueblos, que luego han sucumbido a la miseria y explotación capitalistas.


Desde la perspectiva imperialista, la imposición de sus reglas sociales y económicas (relaciones sociales de producción, economía de mercado, etc.), el dominio y sojuzgamiento de amplias zonas del planeta y sus pueblos, representa un avance civilizatorio. Pero, miradas las cosas desde el punto de vista de los pueblos colonizados, ha representado un retroceso en sus niveles de vida y conquistas sociales.


Pero este problema subyacente en los conceptos “progreso” y “civilización”, no es imputable exclusivamente a Diógenes De La Rosa, sino que está en los autores del Manifiesto Comunista, Carlos Marx y Federico Engels. Cometeremos la osadía de señalar que ese error metodológico los llevó a sus mayores equívocos: Marx, cuando consideró que el despojo de México por Estados Unidos, mediante el Tratado Guadalupe – Hidalgo, era progresivo porque llevaría la “civilización” capitalista a esas regiones; y Engels cuando señaló que los países eslavos del Oriente europeo eran “naciones ahistóricas”. No profundizaremos aquí esta reflexión, que ya hemos abordado en el Capítulo 1 del citado libro Estado, Nación y Clases Sociales en Panamá.


Volviendo a Diógenes, después de admitir en su artículo los fuertes vínculos nacionales que nos unían a Colombia en 1903 reafirma, sin basamento fáctico, el mito de los “anhelos separatistas” del pueblo panameño: “Anhelo primario, ochenta años antes, de incorformes minorías, severas peripecias lo habían transformado en inequívoco querer popular”; y luego parece contradecirse: “… sería absurdo suponer que ocho décadas de asociación con Colombia hubieran dejado de crear sentimiento de dependencia e identificación hacia ella en el espíritu de muchos panameños… Siendo cada vez más los panameños, los naturales del Istmo que se sentían también colombianos. Y a la inversa…”[2].


Luego viene el obligado dictamen moral sobre los sucesos: “Pero con toda la injerencia de lo toscamente crematístico, resulta inexacto afirmar que el 3 de noviembre fuese mera subasta a la gruesa o feria del crimen según lo calificó uno de los más ácidos impugnadores (Oscar Terán, agregamos). Como cualquier trance parecido, actuaron allí, sobre el fondo de una aspiración colectiva legítima, los aprovechadores que calculaban al centavo los riesgos y en dólares los posibles réditos de su actuación[3].


Ricaurte Soler, seguramente el pensador que ha producido más páginas para reflexionar sobre la nación panameña, en este caso particular adopta un criterio semejante al de Diógenes:


“En estas circunstancias los individuos actuaron dentro de las posibilidades que ofrecían estas determinaciones históricas. Con el agravante de que las mejores posibilidades no fueron siempre realizadas.


“La tardanza en la realización del estado… conjuró en su contra todas las fuerzas negativas y mediatizadoras que hemos señalado. Es por ello que, y es indudable que, Manuel Amador Guerrero, Federico Boyd y José Agustín Arango proyectan una triste figura en la historia panameña. Sobre todo si se compara con los próceres del período progresivo del proyecto nacional panameño: Mariano Arosemena, Tomás Herrera, Santiago de la Guardia, Justo Arosemena. En esta afirmación queremos sólo dejar sentado que las actuaciones individuales están también sujetas a la explicación y juicio de la historia…


Con los datos históricos destacados y ya en trance de conclusión, queremos afirmar el carácter progresivo de la independencia de Panamá de Colombia[4].


Preguntamos: ¿Por qué ese afán de calificar como “progresivo” un acontecimiento cuya realidad muestra la cruda intervención de los intereses imperialistas norteamericanos? Volvemos a la pregunta ya formulada, y que cada quien tiene que hacerese para valorar los hechos en su debida dimensión:


¿Cuál era la posición moral y política que debía adoptar un aunténtico patriota panameño el 3 de Noviembre de 1903? ¿Del lado de las tropas invasoras norteamericanas y de la oligarquía panameña a su servicio, o en contra de esta intervención, del lado de quienes defendían la unidad del estado colombiano y querían un canal en condiciones justas? ¿En 1903, Estados Unidos estaba apoyando nuestra “independencia” o garantizando nuestra sujeción bajo un régimen colonial?


La respuesta a estas preguntas define si el acontecimiento fue progresivo o no, desde la perspectiva de Panamá. Creemos que no hay duda: en 1903 no se produce ninguna independencia, por el contrario, es el comienzo de una intervención colonial contra la que el pueblo panameño ha luchado por cien años (y que continúa, si vemos las consecuencias del Tratado Salas – Becker y el Plan Colombia). Aunque hubiera un legítimo “anhelo separatista” o “independentista” en los panameños respecto a Colombia, cosa que nosotros cuestionamos (ver anexo), es evidente que no se consagraba con la intervención de 1903.


Llegados a este punto, los defensores de la teoría “ecléctica”, suelen apelar al “realismo político” y concluyen: “es que no había otra alternativa”; “dentro de las posibilidades era lo mejor”; “por una vía espúria fundamos la República, pero al menos tenemos un Estado”, etc.


Argumentos que sólo conducen a un atoyadero y contradicciones mayores, porque tanto Diógenes De La Rosa como Ricaurte Soler, ante otra invasión norteamericana, de 1989, la condenaron. Pero, usando el mismo método del “realismo político”, los sempiternos defensores del intervencionismo yanqui le respondían a quienes, como Soler y Diógenes, la condenaron: “no había otra forma de quitarnos al dictador”; “fue una Causa Justa, aunque con un método violento”; “recordémosla como una liberación”.


¿Qué explica que la versión “ecléctica” haya prevalecido por tantos años en un gran sector de historiadores panameños? Evidentemente, Diógenes De La Rosa como Ricaurte Soler, y tantos otros “eclécticos”, no pueden ser catalogados como aduladores de la oligarquía panameña y, mucho menos, como pronorteamericanos. Por el contrario, hicieron gala de acendrado e incuestionable antiimperialismo.


El origen de este error de perspectiva, a nuestro juicio, tiene una base metodológica que a su vez se apoya en una realidad social. El problema metodológico se basa en el uso equívoco del conflictivo y elusivo concepto de “Nación”(para una reflexión más profunda ver el ya mencionado Capítulo 1 de Estado, Nación y Clases Sociales en Panamá).


El primer gran problema parte por definir qué es una nación, pues suele haber dos extremos: el que entiende por este concepto lo que se ha denominado “nación-cultura”, es decir, los elementos comunes a un pueblo (lengua, costumbres, etc.); y el que pone el énfasis sobre la base económica (mercado interno) y política, la “nación-estado”[5].


Para el primer caso, no habría dudas en decir, por ejemplo, que todos los pueblos herederos de la cultura germánica constituyen una nación alemana; para el segundo, pueblos con bases culturales distintas, pero unificados bajo un mismo poder estatal y una base económica común, como el imperio ruso, constituyen una “estado-nación”.


El problema es que la historia ha producido combinaciones en que tenemos “naciones-cultura” fraccionadas en múltiples estados, p.e. la cultura árabe; estados nacionales de unidad cultural, política y económica homogéneas, p.e. Suecia; y estados nacionales, con una base política y económica común, pero con diversidad de culturas distintas, p.e. España.


Preguntémonos entonces: ¿Qué es Hispanoamérica, una nación fraccionada, o veinte naciones diferentes? ¿En 1902 teníamos dos naciones confrontadas, Panamá y Colombia, o constituíamos una sola nación?


Para nuestro caso, el problema consiste en partir a priori de que Panamá constituye una nación en formación desde el siglo XVIII, o más tardar desde 1821, que alcanza su Estado nacional en 1903. Esa es la perspectiva tanto de los que apoyan la “leyenda dorada” como la visión “ecléctica”. Por supuesto, si se asume que Panamá era una nación que quería forjar su independencia política respecto de otra nación que la oprimía (Colombia), los acontecimientos de 1903 parecen completamente justificados.


Nosotros ponemos en duda esa perspectiva, tanto porque los hechos del siglo XIX no nos demuestran la lucha de una nación oprimida que brega por su independencia, y porque dudamos que Panamá, por sí sola, constituyera una nación.


Por supuesto que la relación entre el Departamento del Istmo y Colombia, durante el siglo XIX, estuvo signada por las contradicciones que usualmente surgen donde quiera que haya una provincia de gran desarrollo económico con respecto a un centro político administrativo atrasado y carente de tal dinamismo, que le sustrae mediante impuestos parte de la riqueza generada por esta región de mayor crecimiento económico.


Pongamos por caso, la relación tradicional entre Castilla y Cataluña, con la diferencia que entre éstas hay mayores contrastes culturales que las existentes entre Panamá y Bogotá. En ocasiones, estas contradicciones pueden llevar a la independencia de la provincia y su surgimiento como realidad política diferenciada. En gran parte, esta situación explica el desmembramiento del imperio español.


Pero, para que se produzca la separación no basta que estas contradicciones existan. Se requiere la existencia de un proyecto nacional autónomo coherente, y la voluntad de un sector social para llevarlo a cabo, además de una crisis tal de las relaciones entre el centro político administrativo y la provincia de tal grado que se haga imposible su continua convivencia.


Por ejemplo, en el citado caso de las relaciones Castilla-Cataluña, los catalanes propiamente independentistas, han sido completamente minoritarios. Pese a las contradicciones, tanto la gran burguesía catalana, como la propia clase obrera, ha preferido manejar la relación en un marco autonomista, similar al federalismo, porque encuentra mayores beneficios en la permanencia de la unión en el marco común del Estado español.


Trayendo esta relación compleja al caso colombo-panameño, encontramos que tanto las clases poseedoras istmeñas, como las clases populares, la mayor parte del tiempo se sintieron cómodas dentro del marco estatal colombiano, pese a la existencia real de dichas contradicciones, expresadas magistralmente en el citado libro de Justo Arosemena.


Como ya hemos dicho, los momentos en que se consideró la separación, por sectores de las clases mercantiles istmeñas, fueron pocos y muy breves, y siempre en una relación de subordinación a una potencia extranjera.


En esto consistió la propuesta de proclamar un “país hanseático” en la zona de tránsito, en la primera mitad del siglo diceinueve. Es decir, crear una zona de libre comercio bajo la forma de un protectorado de Inglaterra o Estados Unidos, o de ambos. La burguesía panameña nunca tuvo un proyecto propiamente nacional autónomo, claro y acabado, ni mucho menos la fuerza y la voluntad de llevarlo a cabo. Y no podía ser de otro modo dado su carácter de agente local de capitales extranjeros.


Prueba de la inexistencia de un real movimiento independentista, antes de que fuera evidente el rechazo del Tratado Herrán – Hay, es decir, mediados de 1903, son las citadas cartas de 1902 firmadas por Obaldía, Arias, Terán, etc. Tampoco existen evidencias de que los derrotados liberales de la Guerra de los Mil Días se propusieran ninguna independencia. Por el contrario, las palabras de Porras son bastante claras en el sentido opuesto.


Si apoyamos el análisis en el concepto “nación-cultura”, tendríamos que aceptar que junto a Colombia los istmeños constituimos una nación fraccionada. Por extensión, también podemos suponer que tanto Colombia como Panamá son fragmentos de una “nación-cultura” hispanoamericana. Esta es la perspectiva que adoptan muchos pensadores de nuestro continente, del que sólo citaremos aquí para su consulta al argentino Jorge Abelardo Ramos[6].


Se podría adoptar el concepto como “nación-estado”, poniendo énfasis sobre el particularismo económico del Istmo, el “transitismo”. El economicismo de esta perspectiva no nos resuelve el problema, porque entonces tendríamos que aceptar un absurdo, como por ejemplo: Colombia sería un estado de múltiples naciones, pues en ella la costa atlántica tiene particularidades económicas distintas al altiplano bogotano, y éste a su vez respecto de Antioquia, y los llanos orientales, etc.


Aclaremos de pasada que, los que si constituyen naciones culturales distintas, son los diversos pueblos indígenas no asimilados por la cultura hispánica. Por ello, se está haciendo común aceptar la definición constitucional de nuestros países como pluriculturales y pluriétnicos.


En Panamá, el caso de Chiriquí sería un buen ejemplo: ¿Hay una nación chiricana diferenciada de la panameña? Es evidente que no. Pero importantes sectores sociales chiricanos han planteado reiteradamente el establecimiento de un sistema federal, dado su particularismo regional y económico. ¿Esto convierte a Chiriquí en una nación distinta? Claro que no.


Si estamos de acuerdo en esta respuesta, extrapolemos al caso panameño respecto a Colombia a lo largo del siglo XIX: ¿Nuestra particularidad geográfica y económica, que llevó a importantes sectores políticos y sociales del Istmo a luchar por el federalimo, nos convertía en una nación diferenciada del resto de Colombia? Creemos que, al igual que en el caso de Chiriquí, la respuesta también es negativa.


Es eso precisamente lo que dice Justo Arosemena (El Estado federal de Panamá), el cual cada vez que usa el concepto de nación lo hace para referirse al conjunto del estado colombiano. Por ejemplo, cuando considera la posibilidad de la separación del Istmo afirma categóricamente: “Es esto más de lo que el Istmo apetece…, mucho más cuando solo quiere un gobierno propio para sus asuntos especiales, sin romper los vínculos de la nacionalidad”[7].


Pero los pensadores panameños leen a Justo Arosemena al revés, y ponen en él argumentos que no están dichos en esta obra, para presentarlo como supuesto precursor de una independencia que supuestamente alcanzamos en 1903.


Estamos ante una falsificación y una interpretación antojadiza de todo nuestro siglo XIX para presentarlo como una permanente lucha por forjar una nación panameña que, cuando se revisan los hechos y se leen en su debido contexto, tanto los textos como los acontecimientos, vemos que no eran tales.


Las luchas de los comerciantes librecambistas panameños contra los proteccionistas colombianos; la lucha de los federalistas istmeños (y de otras provincias colombianas) contra los centralistas de Bogotá; la lucha entre liberales y conservadores; todas son interpretadas como una lucha por la independencia de la nación panameña.


Y esa falsificación histórica es posterior al 3 de Noviembre de 1903. Su objetivo es “justificar” la intervención norteamericana y la secesión de Colombia, es decir, la fragmentación de nuestra unidad nacional.


El mal uso del concepto Nación ha conducido a aceptar la existencia de dos naciones, cuando en realidad sólo había una: Colombia. Pero aceptar esto conduce a una conclusión muy dura de aceptar para algunos: tanto los próceres, como el 3 de Noviembre, son esencialmente antinacionales.


El segundo aspecto problemático del concepto Nación, es que en él suele presentarse como unitaria una realidad que es contradictoria. Porque el concepto Nación suele ocultar las contradicciones de clase, y presenta los proyectos sociales y económicos de la clase dominante como las aspiraciones de “toda la Nación”, cuando en realidad las diversas clases sociales tienen intereses y perspectivas contradictorias, que se expresan a través de sus partidos, líderes y organizaciones.


Esta perspectiva sobre la Nación y la unidad nacional se vio agravada por la influencia en la intelectualidad latinoamericana del marxismo stalinista a mediados del siglo XX. El stalinismo soviético, basa su concepción política e histórica en lo que se denominó la “teoría de la revolución por etapas”, según la cual, los países capitalistas atrasados, las colonias y las semicolonias debíamos repetir el proceso histórico seguido por las naciones capitalistas desarrolladas de Europa y Estados Unidos.


Desde esta perspectiva, la lucha por la emancipación nacional frente al dominio imperialista, requiere un gran frente nacional de clases sociales, dirigidas por la “burguesía nacional” o “burguesía progresista”, que confronte al imperialismo extranjero y su aliado interno (la “oligarquía”), haciendo una primera revolución nacionalista burguesa, que inaugure una fase histórica de desarrollo económico capitalista nacional. Luego, en algún momento del distante furturo, cuando alcanzáramos el mismo nivel de desarrollo socioeconómico de Europa, estaría planteada la fase de la revolución socialista.


Esta teoría, probadamente falsa, tenía por resultado el apoyo político a un sector de la clase dominante, de la cual se exaltaban sus supuestas contradicciones con el capital extranjero. Pese a los devaneos de Diógenes De La Rosa y Ricaurte Soler con el trotskismo (la perspectiva opuesta), se hace evidente, tanto por la vida pública del primero, como por la obra del segundo (en especial su concepción del régimen torrijista[8]) que su visión estaba permeada por la perspectiva stalinista del problema nacional.


La historia ha demostrado que: por un lado, no hay una autonomía de la burguesía nacional de los países oprimidos respecto al capital imperialista, sino más bien una estrecha relación y dependencia, que es más cierta en la fase de la globalización neoliberal; y que las revoluciones del siglo XX que triunfaron no se detuvieron en una fase intermedia, sino que combinaron tareas burguesas (como la industrialización) con socialistas (como la expropiación de la industria). Es lo que León Trotsky llamó “revolución permanente”. Cuba es el ejemplo típico.


Respecto al caso que nos ocupa, si asumimos que la actuación de los “próceres” expresaba el deseo de toda la “Nación” en 1903, damos por hecho la unanimidad del pueblo panameño apoyando la separación. Esta es la actitud usual de los historiadores. Pero la realidad que hemos intentado probar documentalmente en este ensayo es que no hubo tal apoyo unánime de los istmeños a la separación. Y eso explica las posiciones, convenientemente ocultadas por la historia oficial, de Belisario Porras, Buenaventura Correoso, Oscar Terán y Pérez y Soto.


Si se lee desprejuiciadamente la obra de Ortega que hemos citado, debajo de lo que él llama “colombianos”, vemos muchos panameños, no sólo sorprendidos de una declaración de independencia que no era producto de ningún movimiento genuinamente nacional, sino una conspiración de las cúpulas oligárquicas, sino su oposición al hecho.


Por supuesto, no hubo una gran resistencia a la separación porque la derrota de los liberales, el fusilamiento de Victoriano Lorenzo, el exilio de Belisario Porrras, el soborno a algunos líderes populares, la potencia incuestionable de las fuerzas norteamericanas, y la promesa de los “millones” que lloverían sobre el Istmo, prepararon el terreno.


Argumentar que, porque no hubo manifestaciones de oposición en las calles a la separación, comprueba que los panameños apoyaban casi unánimemente el movimiento secesionista; es como decir que, porque no hubo mucha resistencia a la invasión del 20 de Diciembre de 1989, había unanimidad en apoyarla. Por lo general, en toda ocupación militar extranjera, quienes salen a apoyar al invasor ocupan las calles, mientras los opositores miran detrás de las ventanas con los puños apretados.


Finalmente, decíamos que la explicación de que historiadores incuestionablemente antimperialistas como Diógenes o Soler, aceptaran la “versión ecléctica” tiene una motivación sociológica. En ellos, distinto a los sustentadores de la “leyenda dorada”, la búsqueda de una nación panameña basada en un mítico siglo XIX, tenía por objetivo justificar la lucha nacionalista del pueblo panameño frente a la presencia colonial norteamericana.


Soler, Diógenes y tantos otros, pese a asumir la misma interpretación sobre la Nación que los apologistas del 3 de Noviembre, en realidad tienen un objetivo contrario, sustentar por qué Panamá tiene derecho a la existencia como Nación independiente de Estados Unidos. Respecto a Soler hemos dicho en otro ensayo:


En ese pasado y en esas figuras, Ricaurte Soler va a encontrar la justificación, la razón de ser de las luchas por la autoafirmación nacional que libraban los panameños a mediados del siglo XX. La nación panameña existe, y su nacionalismo está legitimado por ese pasado, propone. Con esta idea, Soler combate por igual, tanto a los que llamándose “panameños” trabajan para que constituyamos “una estrella más” en la bandera norteamericana, como contra aquellos que desde la izquierda antiimperialista hablan de “lumpennaciones”, refiriéndose a las de Latinoamérica. Para Soler la lucha por la autoafirmación nacional tiene un carácter revolucionario y es una etapa histórica que no puede ser saltada. En esto reside toda la fuerza del pensamiento de Ricaurte Soler”[9].


Con todo y lo importante que pudo ser en su momento la perspectiva “ecléctica”, debe ser superada y es el momento de hacerlo. Primero, porque la necesidad histórica que le dio vida, la lucha contra la presencia colonial norteamericana en la Zona del Canal, ya no existe. Aunque esto no significa que no siga vigente la lucha contra formas más sutiles de dominación imperialista que todavía seguimos padeciendo, o formas más descaradas de intervencionismo, e intentos de recolonización económica (como el ALCA, o el Plan Puebla Panamá) y hasta de retorno de bases militares (como el Tratado Salas Beker y el Plan Colombia).


Segundo, porque no se corresponde con la precisa verdad histórica y, al deformar los hechos, atenúa la responsabilidad de las clases dominantes panameñas en los cien años de intervencionismo norteamericano que hemos sufrido. Exaltando el falso “patriotismo” de sus abuelos, la oligarquía panameña encuentra argumentos ideológicos para tener maniatado y engañado al pueblo panameño respecto a los actos de traición antinacional que siguen cometiendo.


Finalmente, porque la fuerza para enfrentar la dominación imperialista norteamericana no proviene de una perspectiva chauvinista, ni saldrá de las escuálidas energías de un “nacionalismo panameño”. El impulso para luchar por la “segunda independencia” sólo saldrá de la unidad, y la conciencia de un pasado y un presente comunes de los pueblos hispanoamericanos. Sólo retomando la perspectiva bolivariana de una confederación de pueblos hispanoamericanos, podremos acometer y alcanzar nuestra real y definitiva independencia.
Panamá, febrero de 2003.



[1] De La Rosa, Diógenes. “El conflcito de lealtades en la iniciación republicana”. Revista Temas de Nuestra América No. 189. GECU. Panamá, noviembre de 1997.
[2] Loc. Cit.
[3] Ibidem.
[4] Soler, R. “La independencia de Panamá de Colombia”. En Ricaurte Soler. Pensamiento filosófico, histórico, sociológico. Revista Lotería No. 400. Panamá, diciembre de 1994. Pág. 67.
[5] Mármora, Leopoldo. El concepto socialista de nación. Cuadernos Pasado y Presente No. 96. Siglo XXI Ed. México, 1986. Págs. 84 –85.
[6] Ramos, J.A. Historia de la nación latinoamericana. FICA. Cali, 1986.
[7] Arosemena, Justo. El Estado federal de Panamá. EUPAN. Panamá, 1992. Pág. 13-14.
[8] Soler, R. Panamá, nación y oligarquía. En: Las clases sociales en Panamá. CELA. Panamá, 1993.
[9] Bleuche, O. Estado…, Op. Cit. Pág. 4.

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