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jueves, 9 de agosto de 2012

Apuntes sobre la colonialidad y el sentido de la Historia: Reflexiones acerca del devenir y el “eterno retorno” de la dialéctica


Apuntes sobre la colonialidad y el sentido de la Historia: Reflexiones acerca del devenir y el “eterno retorno” de la dialéctica
Por Maximiliano Pedranzini*

“La crítica tiene que limitarse a comparar y contrastar un hecho no con la idea, sino con otro hecho”. V. I. Lenin, Materialismo y empirocriticismo [1].

 “Hubo un tiempo en el que la Historia tenía un sentido. Hoy se ha desbocado no sólo desconocemos su rumbo. Le tenemos miedo”. José Pablo Feinmann, La Historia desbocada [2].

Breve genealogía de la teoría decolonial

En El lugar de la cultura Homi K. Bhabha, sostiene que el discurso colonial es ambivalente, porque -como había sugerido Fanon- el otro, el nativo, es a la vez objeto de desprecio y deseo. Bhabha utiliza el concepto de ambivalencia, que en principio tiene su origen en la teoría psicoanalítica de Freud, en el cual Freud describía aquellas situaciones en las que conviven, de manera conflictiva, dos instintos opuestos con un grado semejante de desarrollo. En este sentido, la ambivalencia describiría en este caso un proceso simultáneo de negación y de identificación con el otro. Bhabha le dedicó un exhaustivo análisis a la categoría de ambivalencia concibiéndola con la formación de la identidad individual, ya que en ésta se fundamenta no tanto en la percepción del lugar propio, sino en la percepción del sujeto en relación con el otro. Sobre esto escribe: "La cuestión de la identificación no es nunca la afirmación de una identidad preestablecida", sino más bien "la producción de una imagen de identidad y la transformación del sujeto al asumir esa imagen". Y continua: “La demanda de identificación es la de ser para otro, e implica que "la representación del sujeto se produce siempre en el orden diferenciador de la alteridad" [3]. Siguiendo esta reflexión que nos propone Bhabha, el sujeto -y la misma Historia- construyen su identidad a través del otro y se sitúa su deseo de la diferencia.

Este ha sido uno los debates planteados en torno a la idea de colonialismo y de colonialidad como conceptos fundamentales para poder entender el orden histórico de dominación del sistema capitalista. La colonialidad se manifiesta como un concepto mucho más amplio y complejo, que parten del cogito (pensamiento) y la conciencia. Las condiciones objetivas que produce el modo de producción capitalista genera permanentemente -en tanto transformación cultural-material- nuevas condiciones subjetivas, que traza la existencia de relaciones de poder, estructurando la reproducción de mecanismos de dominación, tanto en el plano ideológico-cultural como en la base concreto-material donde se configura la arena de dominación real, que irá perpetuando y exacerbando la explotación, que a su vez, subordina y reduce la conciencia crítica de los sujetos, los saberes, la experiencia, las formas de vida y la memoria histórica de los sujetos dominados y subsumidos en la total ignominia.

La cuestión de la colonialidad lleva en un primer plano una ardua tarea hermenéutica, que significa ir analizando y profundizando una serie de elementos que no alcanzaremos a observar detenidamente, pero que constituirá un esbozo que nos posibilite recrear y desarmonizar aquella concepción “ecléctica” de la Historia, de la Historia en tanto totalidad, y cuando hablamos de la Historia como una totalidad nos estamos refiriendo claro está a Hegel, quien nos ofrece una visión dialéctica [4] del desarrollo histórico, y que por supuesto Marx profundiza de una manera notable, brillante, al concebir a la Historia como materialidad en permanente cambio, en presencia de los procesos de transformación que coloca en perspectiva las relaciones contradictorias que establecen un nuevo sentido de la Historia.

La teoría decolonial (también conocida como teoría postoccidental en contraposición a la poscolonial o postoriental) constituye una vertiente de la teoría crítica contemporánea que está estrechamente relacionada con las concepciones más tradicionales de las ciencias sociales y del pensamiento filosófico de América Latina y el Caribe, conformando así una síntesis epistémico-teórica junto con la teoría poscolonial, el estructuralismo, (y su versión edulcorada posestructuralista) y elementos del materialismo histórico, aunque manteniendo “distancia crítica” de estas corrientes, criticando fuertemente a estos paradigmas dominantes, y propone otros principios de interpretación, análisis y reflexión de la Historia, de las jerarquías naturalizadas de los conocimientos, que produce el silencio de los discursos narrativos de carácter subalterno que se constituye y legitima a partir de este saber hegemónico, al igual que la globalización colonial capitalista, la corporativización de las instituciones de producción y las políticas públicas del Estado y su rol con respecto a la distribución y recepción de los conocimientos dominantes tanto en la educación general como en la formación académico-intelectual, de la misma manera que se van articulando los imaginarios y las acciones colectivas como producto sociocultural que van a denominar colonialidad del saber y que trasciende las formaciones nacionales como expresión de una dominación histórica de carácter estructural.

La teoría decolonial viene a “deconstruir” de manera teórica el mundo colonial. La deconstrucción es una categoría utilizada por el filósofo francés Jacques Derrida [5], que propone como método analítico para explicar ciertos acontecimientos a través de la idea de una “destrucción lógica”, o “lógica paradójica” como lo define el propio Derrida, es decir, desarmar el objeto para poder analizarlo y explicar sus partes desde una mejor perspectiva, introduciendo el lenguaje a partir del sistema estructuralista para interpretar el objeto determinado. Bajo esta concepción prima el objeto (el acontecimiento, la realidad histórica) antes que el sujeto, ya que la deconstrucción se ancla fundamentalmente en el paradigma posestructuralista.  Edgardo Lander -uno de sus referentes más notables junto con Aníbal Quijano- plantea que “las teorías sociales que emanan del eurocentrismo, en tanto conocimiento hegemónico, tienen como premisa la prioridad de la cultura global sobre las culturas locales y el conocimiento abstracto universal sobre los conocimientos locales, contribuyendo a la naturalización de lo existente, y por esa vía, refuerzan al orden capitalista como el único posible” [6].

De este modo, critican fuertemente al carácter universal y hegemónico del pensamiento eurocéntrico colonial, tanto el idealista-liberal-positivista como el materialista histórico-dialéctico y se enfrentan a la concepción dialéctica de la Historia propuesta por Hegel y Marx. Su pensamiento, más allá de ser crítico con el orden colonial y la constitución de estructuras de poder que instauran un régimen de saber eurocéntrico que es más estable y duradero que el colonialismo, aniquilan de forma sutil a las totalidades que encierra la dialéctica en el proceso de autodesarrollo interno, contradictorio y continuo que construye una nueva forma histórica que se impondrá en la realidad histórico-concreta. Se apoyan en la tesis del filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, que plantea que ya no se puede hablar más del concepto de dialéctica plateados por Hegel, Marx y los marxistas posteriores, sino que utiliza un concepto “innovador” para la teoría crítica de la Historia al que va a denominar “analéctica” [7].  La analéctica, concepto desarrollado y difundido por Dussel, se define como “el hecho real humano por el que todo hombre, todo grupo o pueblo se sitúa siempre más allá (aná) del horizonte de la totalidad”. Dussel argumenta que la dialéctica ya no es suficiente para comprender los procesos históricos tan complejos en permanente cambio y escribe: “el momento analéctico nos abre así al ámbito metafísico (que no es el óntico de las ciencias fácticas ni el ontológico de la dialéctica), refiriéndose semánticamente al otro, en su exterioridad, esto es, en su separación y distinción” [8]. En este sentido, Dussel propone el enfoque analéctico como resultado de su intento por continuar y superar la crítica de Martín Heidegger y de Emmanuel Levinas a la filosofía moderna [9]. Para Dussel, el momento analéctico es el punto de partida de la ética metafísica de la alteridad, que consiste en la aceptación del otro como otro, lo cual significa una opción, una elección y un compromiso moral, para negarse como totalidad, afirmarse como finito y ser ateo del fundamento como identidad. En este sentido, el momento analéctico es intrínsecamente ético y la ética-metafísica de la liberación es originariamente analéctica [10].

A-priori, esta concepción nos parece un tanto “moral” antes que filosófica. La afirmación del sujeto como finitud no le quita la posibilidad de ser totalidad, por el contrario, debe afirmar su totalidad ante el mundo, ante el otro en tanto sujeto y exclamar: “soy una totalidad y me asumo como finita ante el mundo material”. Todo ser tiene un fundamento, un origen, no precisamente un teológico, pero uno que lo constituye como conciencia frente al mundo, como existencia concreta y material capaz de reflexionar de lo que lo rodea y de sí mismo (conciencia para-sí). Esto da inicio a su despegue dialéctico y su realización final. Para Husserl, no hay una conciencia separada del mundo, hay una conciencia-mundo, una conciencia en toda su dimensión arrojada al mundo.

En cambio para Heidegger, el ser es en tanto aparecer, en tanto acontecimiento que hace su acto de aparición frente al mundo. El carácter de la dialéctica no quita la posibilidad de asumir una posición crítica frente a la exterioridad de la dominación como lo plantea la idea analéctica, sino que el materialismo dialéctico concibe a la realidad como un proceso en permanente cambio, planteando una crítica para-sí de la propia dialéctica. Su concepción teleológica afirmada por algunos filósofos es errónea si no sabemos comprender el propio desarrollo interno y evolutivo que generan las fuerzas históricas que se proyectarán en el devenir histórico, teniendo bien en claro que -como el propio Marx reconoce- todo proceso está sometido al cambio constante; al igual que aquellos que piensan que la dialéctica hegeliano-marxista es una “metafísica de la Historia”, por eso el primer propósito que nos hemos trazado es repensar la dimensión teórica de la dialéctica en Hegel y Marx. Sobre esto Marx escribe: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” [11]. Para el pensamiento posmoderno y posestructuralista, el devenir histórico no tendrá existencia alguna. No va tener ningún tipo de anclaje en la Historia.




La Historia y el “eterno retorno” de la dialéctica

El planteo fundamental, sobre todo el de Michel Foucault, va a partir de que la Historia no es algo lineal, que se va a ir desarrollando de negación en negación. En efecto, en Hegel hay una concepción lineal de la Historia, pero está es una visión más bien superada de la dialéctica clásica desarrollada por Hegel, y profundiza el costado crítico que aporta el Marxismo en todas sus escalas teórico-epistemológicas. O tal vez no lo quiere hacer. Eso lo dejaremos entre signos de interrogación. Lo que sí tiene claro Foucault (y en eso estoy completamente de acuerdo con él) es que existe una discontinuidad en la Historia. Para Foucault, la Historia no es un continuum (esto lo decía Althusser y en esto se va a basar Foucault para fundamentar su idea), sino una discontinuidad, un campo de batalla, una arena en permanente lucha y conflicto [12]. Esto si lo enmarcamos en la crítica de la dialéctica, sería un gran aporte. Pero Foucault, al igual que otros pensadores posmodernos, posestructuralistas o poscoloniales parecen “olvidar” la idea de la dialéctica. Por el contrario, intentan sepultarla junto con Hegel, Marx, Lenin, Sartre (sólo por citar a algunos) y aniquilar el sentido crítico de la Historia y del sujeto, descentralizarlo de la escena histórica, hundirlo en las estructuras alienantes del poder y subsumir su conciencia que es lo que vuelve al sujeto capaz de oponerse a la dominación, a la subordinación.

Pero sigamos por un instante con Foucault. Esto parecería una dilatante digresión filosófica pero tiene una explicación (que también es filosófica) que a continuación pasaremos a analizar. Si Foucault con esta concepción del discontinuum se opone al historicismo hegeliano-marxista, es decir, la linealidad y la continuidad de los procesos históricos, observaremos aquí lo interesante del planteo foucaultiano, al incorporar al análisis histórico esta idea de la discontinuidad, porque efectivamente la Historia no tiene un desarrollo completamente lineal y continuo, sino que el proceso que la dialéctica va dando forma a esa totalidad que es la Historia, un proceso conflictivo, de permanentes negaciones entre las fuerzas históricas en pugna. La totalización no se produce de manera efectiva, pacífica y progresiva, sino de manera caótica y hasta catastrófica.

Sobre esta cuestión Walter Benjamín (en quien también Foucault se va a apoyar para esgrimir su crítica) ha tomado una posición fuertemente crítica en las Tesis de Filosofía de la Historia, donde escribe una de las reflexiones más notables sobre este sentido de la Historia, y dice: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la Historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso” [13]. Benjamín critica el concepto hegeliano de dialéctica como progreso histórico, que plantea un desarrollo interno racional permanente, donde la Historia va avanzando a través de la negación que las nuevas formas históricas hacen de las anteriores, proponiendo un sentido lineal y progresivo de la Historia. Esto quiebra la continuidad racional-dialéctica de la Historia que nos ofrecen tanto Hegel como Marx, siendo esta idea la que más duramente va a ser criticada tanto por Benjamín como por otros filósofos a lo largo del siglo XX que serán influenciados por su obra. Adorno siguiendo a Benjamín en esto, refuerza esta concepción filosófica a la que va denominar “dialéctica negativa” [14] criticando también ese carácter progresivo y lineal de la dialéctica que expone Hegel.

Sartre en Crítica de la razón dialéctica [15] plantea una visión no menos crítica aplicando la operación dialéctica de totalización-destotalización del devenir histórico, donde se produce una ruptura trascendental, una nihilización del orden histórico, que descompone el decurso anterior en una temporalidad desorientada que evidencia el caos y la opacidad de las fuerzas intrínsecas que mueven a la Historia, siendo éste un proceso progresivo-regresivo que la atraviesa. Sartre en las primeras páginas de su libro traza la necesidad de articular el método para establecer el basamento fundamental de lo que él va a llamar la razón dialéctica. En consecuencia, Sartre lo que intenta es descubrir cómo se configura el proceso dialéctico mediante la experiencia que debe ser -valga la redundancia- dialéctica, representada esencialmente por la necesidad de los sujetos, partiendo de la praxis individual hasta llegar a la totalización sin totalizador (en tanto unidad dialéctica que contiene a los contrarios en una síntesis superadora) que constituye a la Historia en “materia como totalidad totalizada”. Para Sartre la Historia nunca concluye en un sentido teleológico, sino que se constituye en un proceso complejo y abierto a todas las posibilidades que atraviesen la vida social del hombre. En este sentido, critica el a-priorismo hegeliano del sujeto absoluto, cuya tesis fundamental es que “la verdad de la sustancia es el sujeto” [16], es decir, como lo expresa muy bien Feinmann: “la transformación de la sustancia en sujeto expresa, filosóficamente, el apoderamiento de la Historia por parte de la humanidad…” [17]. Y continua: “…es por eso que la sustancia ha devenido sujeto: porque el sujeto se ha apoderado de la sustancia y ha hecho del desarrollo de la misma el desarrollo sus proyectos históricos” [18].

Como hemos visto hasta ahora, Foucault no es del todo original con esta crítica, ni tampoco ha descubierto la pólvora del saber histórico para contrarrestar a la desmembrada dialéctica, encontrando finalmente la brújula que guiará a la Historia hacia nuevos rumbos, nuevos horizontes filosóficos: no, más bien todo lo contrario. Bajo la sombra que ésta proyecta, la Historia termina naufragando en las profundas y tempestuosas aguas de la fragmentariedad discontinua que nos ofrece esta visión posmoderna, pérdida en un periplo, sin rumbo, sin derrotero que la pueda llevar a buen puerto. La Historia no va ningún lado, inmersa en un abismo semiótico no encuentra el punto de despliegue y autorealización que significa la dialéctica.

Ricardo Forster recupera el sentido esperanzador pero a su vez trágico que tiene la Historia en contraposición al sentido nihilista y anárquico que le imprime Foucault y nos entrega una imagen notable: “Esos viajes hacia el pasado en busca de un origen perdido alimentaron, durante siglos, a una humanidad necesitada de transformar las miserias del presente; formaron parte esencial de la arquitectura utópica y de los movimientos sociales e intelectuales que conmovieron una Historia que parece haber quedado a nuestras espaldas. No se trataba, como para las nostalgias posmodernas, de un viaje placentero y estetizante hacia las ruinas del pasado, como si fuera una visita guiada a un museo, sino de una extraordinaria convocatoria en el presente de las experiencias y los mensajes del pasado. Mientras que para nuestra época lo acontecido es cubierto por la pátina del espectáculo o del museo, una mera cita de aquello que ya no es ni puede regresar a cuestionar nuestra existencia, para la conciencia moderna el pasado se volvía presencia y urgencia”. Y continua con esta reflexión: “El pasado como esperanza pero también como tragedia, como expresión de aquello que denuncia la inexorabilidad de una ausencia o del cumplimiento trágico de un destino” [19]. Esta concepción ya la habían anticipado tanto Benjamín como Adorno y Sartre.

Ahora bien, Foucault nos habla del discontinuum de la Historia. Este concepto es notable para darle un giro a la noción clásica de la dialéctica, y en esta nueva concepción ubicaríamos el enfrentamiento entre continuidad-discontinuidad como un choque dialéctico. No hay continuidad de un proceso sin antes haber discontinuidad, de la misma manera que no podría plantearse la discontinuidad sin la posterior continuidad del devenir histórico. Esto sería congelar la Historia, atarla a una rebeldía sin rumbos, sin destino, perdida en el cosmos, en la infinitud, de este modo la Historia no avanzaría: sería asesinar a la dialéctica.

Podemos vislumbrar que ese sería el objetivo, no sólo de Foucault, sino de otro pensadores posmodernos que van a decir básicamente es que no hay totalidades en Historia, que no existe el devenir histórico, que la dialéctica se ha convertido en un método que no puede explicar cómo se producen los diversos acontecimientos históricos, los grandes procesos, los llamados meta-relatos. Porque efectivamente estos pensadores son asesinos en masa que no van a eliminar únicamente a la dialéctica o la totalidad la Historia, sino que van a venir por más, en busca de aquellos que son sus cómplices, sus aliados, en este caso los meta-relatos. No nos detendremos a explicar esta cuestión, sino como dijimos anteriormente esta pequeña digresión dilataría la idea fundamental que nos convoca, pero en este caso es Lyotard quien se encarga de dispararle a quemarropa al desahuciado y demacrado meta-relato. Era de esperarse, Lyotard (que en esto es poco original, diríamos nada original) al igual que su compatriota Foucault va a plantear que no existen las totalidades históricas, que la Historia es una permanente sucesión de restos y fragmentos múltiples que no logran constituirse en una totalidad a través de la dialéctica.

No quitaremos los grandes aportes que ha hecho hasta ahora la teoría decolonial, a la hora de pensar de manera alternativa los procesos históricos que trascurrieron América Latina desde la llegada de los españoles al continente en adelante, trazando una línea de pensamiento que intenta desprenderse del conocimiento universal eurocéntrico occidental a través de sus propias características. Pero esta concepción se acerca más a las corrientes posmodernas y posestructuralistas, que tuvieron como fundamento asesinar a la Historia, la dialéctica y negar la idea de totalidad.

Pero a su vez, el propio Marxismo también debe ser autocrítico y en esto José Pablo Feinmann es contundente, y escribe: “la dialéctica, desde la perspectiva teórico-política de la periferia, lejos ser una herramienta revolucionaria, ha sido una herramienta de colonización, en tanto siempre (ya sea en manos de Hegel o Marx); concibió a los territorios periféricos como momento particular en el proceso de universalización emprendido por las burguesías europeas” [20]. Y continua: “…este proceso, nosotros: hispanoamericanos, se lo viera como se lo viese, santificado por el monarquismo del viejo Hegel o por el socialismo de Marx, fue reaccionario” [21]. Para Feinmann “lejos de ser un elemento constitutivo de aquello que se pretende superar, es un elemento externo, termina por no superarse nada, pues mal puede incorporarse a una nueva síntesis un elemento ajeno a aquello que se intenta superar” [22]. Podemos observar cierta contradicción epistemológica a la hora de colocar sobre el atril determinadas corrientes llamadas eurocentristas u occidentales, partiendo de que ésta teoría avanza en torno a las categorías teóricas y marcos conceptuales que le aportan estos paradigmas [23].

Crítica de la razón decolonial: Desafíos y límites de un proyecto emancipatorio

Como lo había definido anteriormente Lander, la teoría decolonial es un pensamiento que se articula fundamentalmente desde América Latina pero que no se circunscribe específicamente a este contexto en particular. Como todo paradigma, intenta de alguna manera trascender las fronteras regionales en la disputa del saber y en la construcción de verdad [24]. La concepción decolonial, en tanto proyecto de emancipación, retoma de forma crítica otros proyectos o movimientos político-intelectuales latinoamericanos anteriores y establece diálogos como marco referencial para la construcción tanto teórica como en el plano político, así también como de otras regiones del mundo, constituyendo en este sentido, una alternativa para reflexionar acerca del sentido de pensar desde el contexto histórico y la correspondencia geopolítica de los procesos históricos desarrollados en América Latina y la especificidad sociopolítica que compone un tipo de sociedad dependiente y subordinada desde diferentes ámbitos donde convergen las relaciones de poder.

Cuando criticamos a estas posiciones teóricas cercanas al posmodernismo y al aniquilamiento de la Historia, también tenemos que mencionar de manera breve, muy breve a la teoría poscolonial (que al principio habíamos citado a Homi Bhabha, uno de los más importantes referentes de esta corriente) también llamado orientalismo [25], de la mano de su máximo exponente, el filósofo palestino Edward Said, quien más contribuyó a la noble causa de detener el colonialismo, de congelarlo en una temporalidad abstracta y teórica, anacrónica si queremos ser más precisos en la idea, construida desde esta concepción; que no era para nada abstracta, teórica o anacrónica. Más bien una temporalidad turbulenta, marcada por la permanencia y la repetición fraguada de ciertos hechos, cismada por la violencia, el genocidio y el exterminio masivo, producto de la barbarie tecnológico-racional que caracterizó al siglo XX. Creo que se habían olvidado de la continuidad del sistema capitalista.

La independencia (político-burocrático-estatal) de los países sometidos por las potencias coloniales europeas no significó el salto al “postcolonialismo”, la superación del proceso colonial del viejo mundo, sino que se instrumentaba por parte del imperio occidental (con la hegemonía norteamericana) una nueva forma de colonialismo a través de una dominación económico-financiera que tenía como objetivo subordinar a las naciones del tercer mundo [26] e incorporarlas rápidamente al reestructurado sistema-mundo capitalista por medio de entidades financieras, organismos multilaterales de crédito, bancas de capitales transnacionales y otros organismos que fueron creados en el concierto mundial de la segunda posguerra (1939-1945) como el FMI y el Banco Mundial que se consolidaron en lo que restaba del siglo XX hasta la actualidad de este siglo XXI.

Sobre esto Marx escribe de manera brillante en el capítulo XXIV de El Capital, uno de los más notables de su obra sin duda, que la centralidad de la burguesía europea necesitó inexorablemente de una periferia para extraer el capital para el desarrollo de las fuerzas productivas y los medios de producción del capitalismo. A este proceso Marx lo va a denominar “acumulación originaria del capital”, etapa previa a la acumulación capitalista, y dice: “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” [27]. Porque el capital se fue acumulando con el saqueo colonial, saqueando y expoliando a la periferia recientemente conquistada. Sobre esto, como bien escribe Marx: “El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria. Pisándoles los talones, hace su aparición la guerra comercial entre las naciones europeas, con la redondez de la tierra como escenario” [28].

La acumulación primitiva del capital se hizo saqueando y explotando a las colonias a través de la conquista de América por parte de España y el posterior ingreso de Inglaterra en sus colonias, esto sumado a la piratería como empresa colonial característica de los ingleses durante todo ese período y la búsqueda desesperada de fuerza de trabajo en masa que significó la transformación de África en una cacería de esclavos que duraría varios siglos con el objetivo de ser utilizados como mano de obra en las embarcaciones y plantaciones de todo el continente americano. Esto significó un largo proceso de acumulación y concentración del capital que le fue dando forma al modo de producción capitalista. Modo de producción en la centralidad de la burguesía europea y modo de destrucción en la periferia colonial latinoamericana, africana y asiática, podríamos aseverar. Esta primitiva acumulación que se realizó a escala planetaria, le permitió al mundo europeo disponer de grandes masas de capitales para llevar a cabo los procesos revolucionarios de la burguesía que consolidaron su hegemonía mundial.

Para Paul Ricoeur, América Latina se convirtió en el “extremo occidente” del planeta. A esta centralidad de la metrópolis colonial podríamos denominar la centropólis del capitalismo occidental, que se ha alternado entre Europa (España, Portugal, Holanda, Dinamarca, Francia, Alemania, Inglaterra) durante más de cuatro siglos y los EE.UU. desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, sin contar con la nueva configuración del orden mundial que se expresa substancialmente en este decenio global. A esto Immanuel Wallerstein en El moderno sistema mundial [29] lo va a denominar sistema-mundo. Lo que va a plantear Wallerstein es que América fue incorporada al mundo europeo gracias a la conquista y colonización de los nuevos territorios, siendo ésta una empresa de carácter capitalista. A esto algunos teóricos denominan Neocolonialismo. Podríamos decir, sin ser tan duros con ellos, que estaban errados en su concepción de emancipación. El contexto que estos teóricos analizan y describen, fundamentalmente estudiando hondamente la producción narrativa, textual y discursiva de las potencias colonizadoras, todo el corpus literario europeo, no podríamos denominarla “poscolonial”. Este concepto para más bien un eufemismo que cae en un tortuoso idealismo de emancipación más cercana -por su forma de escribir discernir- al occidentalismo universalista que ellos tanto criticaban.

Nadie puede afirmar a ciencia cierta que Sudáfrica es una nación que ha dejado de ser una colonia de manera definitivita. Lo mismo podríamos decir de manera sosegada, sin temor a equivocarnos de la Argentina. Son países neocoloniales, sometidos a los edictos del mercado mundial capitalista. Ellos se quisieron desprender desesperadamente de la cosmovisión de occidente, de su Historia universal imperialista, de su cultura hegemónica, de su particularismo europeizante, pero no han logrado ese anhelo tan soñado, más bien se transformó -por las mismas condiciones objetivas de las “ex colonias subalternas”- en una tragedia, triste tragedia que acaece hasta nuestros días. Esa tan añorada independencia política de las colonias que derramó sangre en Argelia, el Congo Belga o la India, se vio oscurecida por el nuevo escenario levantado por el imperialismo occidental cristiano, donde lo que no tenían era con toda certeza la independencia económica, ya que estaban maniatados a la morfología del imperio. Las ex colonias en devenidos países soberanos ante los ojos de las Naciones Unidas, no pudieron lograr ese despegue hacia la verdadera “liberación nacional”.

Consideraciones finales

“Quizás el destino del intelectual sea, en esta época que decreta su muerte, guardar la memoria, permanecer en soledad haciéndose cargo de una Historia que se niega a ser confinada a la academia, al museo o al ensayo liviano y desprovisto de criticidad. Un destino incierto y amenazado por aquellos, precisamente, que esconden sus renuncias en una seudodiscursividad crítica amparada en escrituras que aspiran a dejar conformes a los lectores y a sus edulcoradas inteligencias”. Ricardo Forster, Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna [30].

El hombre, en tanto sujeto crítico, asume en sí y para sí toda posibilidad de conocer la totalidad en su plenitud. Hegel, no se detiene en los estadios de la reflexión, sino que se remonta a la unidad conciliadora de ambos términos. Entonces, -dice Hegel- la más alta reflexión consiste en el aniquilamiento de ésta. Precisamente la síntesis de la absoluta identidad lo que hace posible esta separación del cogito, de la conciencia, de interrogar desde la unidad dialéctica conquistada, por la posibilidad de esta distinción, de esta escisión. Tal unidad es la identidad absoluta del sujeto [31]. Ese es el valor fundamental que debemos recuperar, el del sentido de la Historia, el de recuperar la idea esencial que nos propone la filosofía hegeliana: La de la dialéctica como expresión racional de la necesidad histórica del sujeto de tomar conciencia, conciencia crítica de poder rebelarse a la opresión, al oprobio. Y esto sólo se logra con el distanciamiento crítico de lo real como reflexión consciente, que nos convoca a pensar la alienación para-sí del Dasein (ser-ahí), es decir, del sujeto crítico en tanto conocimiento que deviene crítico, ya que nos plantea la indispensable praxis transformadora de esa realidad objetiva: crear las condiciones subjetivas para la transformación crítica de la realidad.

Tal como lo plantea Lander: “…la descolonización del imaginario y la impugnación de los saberes eurocéntricos hegemónicos, es un requisito no sólo para un cambio en las condiciones de subordinación y exclusión en las cuales vive la mayor parte de la población del planeta, sino que constituye igualmente una condición sin la cual difícilmente pueda lucharse por otro(s) modelo(s) civilizatorio(s) que hagan posible la continuidad de la vida en este planeta que “todos compartimos provisionalmente” [32]. Pero esto se alcanza -con todas sus contradicciones- asumiendo el conocimiento de la realidad (Immanuel Kant y las condiciones de posibilidad del conocimiento, el esfuerzo por conocer sus supuestos, alcances y límites) [33] con el desplazamiento de un sujeto con conciencia crítica que disponga -como dice Marx- de las armas de la crítica para realizar una praxis transformadora [34].

Esto es un debate abierto, y sobre esta cuestión debemos asentar el carácter de la dimensión de las estructuras cognitivas de las cuales es necesario liberarse como plantea Lander. Sin embargo, la importancia cardinal de estas reflexiones, aunque todavía nos quede en el tintero un abanico de elementos teóricos a ser abordados, nos ofrece una punta rica en conceptos para analizar e interpretar estás cuestiones tan complejas, que requieren sin lugar a duda, una mayor profundización teórica pero fundamentalmente reflexiva para seguir abriendo el debate.
……………………………….
Notas:

[*] Ensayista y escritor. Bachiller especializado en Economía. Realizó estudios de Historia y Antropología Social en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Misiones (UNaM). Ha sido co-fundador, editor y columnista de la Revista Desertores (2006), colaborador de la Revista Impresencia y del diario digital Reporte al Día, todos pertenecientes a la provincia de Misiones. Actualmente colabora en la Revista El Emilio, la Revista Siempre de Ecuador y del diario El Telégrafo del mismo país. Es integrante del Centro Cultural Enrique Santos Discépolo y del Centro de Estudios Históricos, Políticos y Sociales Felipe Varela, ambos dirigidos por el historiador argentino Norberto Galasso. Ha publicado en co-autoría: Bicentenario de la Revolución de Mayo y la Emancipación Americana publicado por el Instituto Superior Arturo Jauretche (2010).

[1] V. I. Lenin, Materialismo y empirocriticismo, Buenos Aires, Ediciones Estudio, 1973.
[2] José Pablo Feinmann, La Historia desbocada. Nuevas crónicas de la globalización, 2ª ed., Buenos Aires, Capital intelectual, 2009.
[3] Homi K. Bhabha, El lugar de la cultura, Buenos Aires, Manantial, 2002, pp. 111-112.
[4] Para profundizar un poco acerca de la idea de dialéctica, Lenin nos aporta una notable definición: “Karl Marx y Friedrich Engels llamaban ‘método dialéctico’ (por oposición al metafísico), sencillamente al método científico, consistente en que la sociedad es considerada un organismo vivo en constante desarrollo (y no algo mecánicamente cohesionado y que, por lo mismo, permite toda clase de combinaciones arbitrarias de elementos sociales aislados), para cuyo estudio es necesario hacer un análisis objetivo de las relaciones de producción, que constituyen una formación social determinada, e investigar las leyes de su funcionamiento y desarrollo” (V. I. Lenin, ob. cit.). Continuando con la noción de dialéctica, Politzer siguiendo a Engels escribe: “Para la dialéctica no hay nada definitivo, absoluto, sagrado; muestra la caducidad de todo y en todo y nada existe para ella más que el processus ininterrumpido del devenir y de lo transitorio” (Georges Politzer, Principios elementales de filosofía, Buenos Aires, Ediciones Inca, 1961, p. 94).
[5] Cabe aclarar que este concepto abordado por Derrida se origina fundamentalmente a partir de la idea de destruktion propuesta por Martín Heidegger en Ser y tiempo, y que será resignificada por el filósofo francés a lo largo de su obra (Véase de Jacques Derrida, De la gramatología, trad. de O. del Barco y C. Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1971).
[6] Edgardo Lander, “Pensamiento crítico latinoamericano: la impugnación del eurocentrismo”. Revista de Sociología, Santiago, 2001. http://www.cifmsl.org/index.php?option=com_content&task=view&id=38&Itemid=32
[7] Horacio Cerutti Guldberg, Diccionario de Filosofía Latinoamericana, México, Biblioteca Virtual latinoamericana, UNAM, 1999.
[8] Enrique Dussel, Filosofía de la liberación, México, Edicol, 1977, p. 166.
[9] Continuando con esta idea, escribe Dussel: “Del primero (Martín Heidegger) conserva la vía extra-científica del filosofar y del segundo (Emmanuel Levinas) su concepción de la alteridad. A Heidegger lo cuestiona desde la filosofía de la exterioridad de Levinas y a éste desde la contraposición entre centro y periferia, vista en el plano del pensamiento filosófico mundial” (E. Dussel, ob. cit., p. 166).
[10] Ídem, p. 166.
[11] Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Polémica, 1975, p. 15.
[12] Nada menos alejado del fundamento que Thomas Hobbes hace en el Leviatán, con uno de los más célebres enunciados universales In arbitrium que inaugura la filosofía hobbesiana: “Bellum omnium contra omnes” (“Guerra de todos contra todos”), donde afirma que el hombre, condicionado por su deseo de supervivencia, está continuamente en guerra con los demás, destruyéndose a sí mismo, aumentando de esta manera su miedo a la muerte, donde la violencia se torna indómita y progresiva en la medida en que lo es también el miedo. A este momento Hobbes lo describe con otro de sus enunciados más conocidos y contundentes: “Homo homini lupus” (“El hombre es el lobo del hombre”). Es así como el hombre le entrega su subjetividad a la supremacía absoluta del Estado, sometiéndose a éste por medio de un pacto o contrato social que hacen los sujetos, aceptando su poder “omnímodo” para garantizar su seguridad individual y como forma de dar fin a las constantes luchas que, por su “estado de naturaleza”, estos mismos generan, dando origen a su institucionalización jurídico-política que asegura el orden y la organización social. El Estado moderno debe garantizar en primera instancia la vida de los ciudadanos, y en tanto garante, se convierte en el legítimo dominador. Esto hace posible discernir el mecanismo que constituye la figura de poder soberano, siendo éste el que funda la ley en el Estado moderno. Este contracto implica de modo inmanente la alineación por parte del sujeto en beneficio de la superestructura, subordinando su conciencia a la dominación “legítima” que éste propone. El Estado organiza su poder político a partir de la sumatoria de las voluntades subjetivas de los individuos, donde el sujeto contemplaría su libertad restringida a determinados espacios donde no habiten las leyes (Y para entender mejor, definamos: entendemos por leyes al mecanismo universal de regulación normativo-disciplinario de carácter legiferante), siendo éste por naturaleza un instrumento coercitivo encarnado en la clase dominante. El Estado moderno burgués en el transcurso de su evolución histórica fue creando las condiciones esenciales para construir los mecanismos que constituyen el control y el sometimiento del sujeto que operan en la conformación de la institución moderna. De esta forma afinca definitivamente su poder sobre la vida de los sujetos (Véase de Thomas Hobbes, Leviatán o la materia forma y poder estado eclesiástico y civil, Madrid, Alianza, 1999).
[13] Aquí Benjamin nos entrega una concepción de la Historia como catástrofe, catástrofe que acumula ruinas sobre ruinas y que no progresa en un sentido racional-lineal, en un tiempo homogéneo, sino que va a los tumbos envistiendo todo lo encuentra en su camino, en un tiempo que no es para nada lineal y en una serie de hechos y acontecimientos fragmentarios que chocan los unos con los otros impidiendo un conocimiento totalizador de la Historia. Este es para Benjamín el sentido de la Historia: un discontinuum, un campo de batalla, de movimiento en pleno conflicto, en permanente devastación y lucha, donde se irán amontonando los escombros de una Historia agobiada por el estallido de un pasado siniestro que se volvió pesadilla. En efecto, en Benjamín la Historia aparece como conflicto, pero también como una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo, vacío, sino por un tiempo pleno, el ‘tiempo-ahora’ y no por la continuidad homogénea de la Historia. Esta mirada va a estar fuertemente arraigada con su experiencia personal, atravesada naturalmente por la profunda sensibilidad judía de lo errático, del paria que lleva en sus espaldas siglos y siglos de diáspora. Benjamín tras la llegada del nacionalsocialismo al poder en 1933 se exilió a París por miedo a la persecución. La tranquilidad no duraría mucho en el exilio francés. Al ser ocupada por los nazis en 1940 intenta cruzar la frontera franco-española a través de los Pirineos, pero es detenido por la Guardia Civil franquista quien no lo deja pasar debido a que en su pasaporte figuraba su condición de judío apátrida y es deportado nuevamente a Francia. Para evitar el martirio de los campos de concentración,  Benjamín decide quitarse la vida en su cuarto de hotel cerca de la ciudad de Port Bou. Esta experiencia del exilio, la persecución y el desarraigo alimentaron este sentido crítico de la Historia y de la cultura, dejando un valioso pero desgarrador testimonio de toda una época, que permanecerá como una huella imborrable en la memoria de un pueblo disperso y moribundo. Benjamín no sólo configuró una crítica lucida de la dialéctica tradicional de Hegel y Marx, sino de toda la razón moderna que para él representa el advenimiento –como lo había anticipado Freud- del malestar en la cultura y que tiene como objetivo secular reprimir los instintos fundamentales del hombre, maniatados por las cadenas de una cultura burguesa quebrada y contaminada por el horror y la muerte. Para Benjamín el capitalismo y particularmente el nazifascismo significaron el síntoma de la degradación humana y la destrucción de la Historia por la racionalidad occidental y la ideología del progreso como fuentes de toda comprensión y necesidad. La razón aparece como fuerza histórica objetiva indubitable, dueña de la Historia, como bien afirma Max Horkheimer en Crítica de la razón instrumental: “En el fascismo moderno la racionalidad ha alcanzado una etapa en la que ya no le basta oprimir sencillamente a la naturaleza; la racionalidad explota ahora a la naturaleza, incorporando a su propio sistema las potencialidades de rebelión de la naturaleza”. Y continúa: “La revuelta del hombre natural -para designar con este término las capas atrasadas de la población- contra el incremento de la racionalidad estimuló en verdad la formalización de la razón y sirvió más para encadenar a la naturaleza que para liberarla. Bajo esta luz podríamos definir al fascismo como una síntesis satánica de razón y naturaleza, o sea la exacta antítesis de aquella conciliación de los dos polos con la que siempre soñó la filosofía” (Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, 2ª ed., H. A. Murena y D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Editorial Sur, 1973, pp. 131-132). La Historia se transforma así en un viaje “paralizante”, hacia las ruinas del pasado, de inhibiciones intrincadas frente a la cruda realidad, de silencio frente a las palabras, de indiferencia frente al abandono, de olvido frente a la memoria. Ya no hay compresión posible de la razón, ni está por encima de la Historia, ni fuera de ella. Somos testigos enmudecidos de su desdoblamiento. Se ha convertido en el terreno fértil donde se ha desarrollado el germen del dolor más intenso y amargo en la experiencia del último siglo, devenido en atrocidad y desconsuelo; escarmentando a la utopía de un posible triunfo ante el monstruo barbárico que asoma sus despiadados ojos desde la cúspide del terror (Walter Benjamin, “Tesis de Filosofía de la Historia”, tesis 9, en Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, 1ª ed., Buenos Aires, Taurus, 1989, p. 183).
[14] Theodor Adorno, Dialéctica negativa, trad. de J. M. Ripalda, Madrid, Taurus, 1992.
[15] Véase de Jean-Paul Sartre, Crítica de la razón dialéctica, tomo I: “Teoría de los conjuntos prácticos”, trad. de Manuel Lamana, Buenos Aires, Losada, 1963, pp. 81-169-183-184-185-231-280.
[16] G. W. F. Hegel, Vorrede de Phänomenologie des Geistes, citado en Carlos Astrada, Ensayos filosóficos, Buenos Aires, Departamento de Humanidades, UNS, 1963, p. 141.
[17] J. P. Feinmann, Filosofía y nación. Estudios sobre el pensamiento argentino. 3ª ed., Buenos Aires, Legasa, 1986, p. 95 (la cursiva es de Feinmann).
[18] J. P. Feinmann, ob. cit., p. 96 (la cursiva es de Feinmann).
[19] Tras haber visto las diferentes lecturas de la Historia propuestas por Benjamín, Adorno, Sartre y Foucault, claramente vemos que el transcurso de la Historia se ha desencadenado en un viaje de destrucción por el espacio-tiempo hacia lo desconocido, lo irreal, lo incognoscible: el noúmeno kantiano de lo imposible. El deshabitar constante de la Historia y de la memoria, enterradas en los confines de un pasado tremebundo y antipático para aquellos que no quieren emprender la terrible tarea de cuestionar nuestro pasado, nuestra existencia en un mundo amnésico, desprovisto de cualquier señal reflexiva que convoque al más mísero recuerdo de que alguna vez soñamos con tener un futuro, de sentirlo, de vivenciarlo, de ser parte de él. La humanidad -como dice George Steiner en Después de Babel- ha perdido la capacidad de conjugar el verbo futuro. Sobre esto Ricardo Forster se pregunta: ¿qué queda de una humanidad que condena a su pasado a ser ruina y silencio? La propia Historia desconfía ya del hombre, de lo que éste es capaz de hacer con ella, de lo que él puede hacer de sí mismo. La Historia desconfía de sí misma, de que no es capaz de imponer su inmensidad ante el mundo, de apoderarse de la realidad frente a los agravios descontrolados y entronizantes de la razón moderna. La Historia le dio la espalda al hombre redentorista, como el Angelus Novus le dio la espalda al futuro que se encauzaba con destino hacia el pasado, para interrogarlo, para preguntarle qué debe hacer ahora en más, para exigirle respuestas, que nunca serán dadas, o quizás buscando el mapa de referencia que lo guíe. Ya no quedan rastro de culminación y mucho menos de inauguración de una nueva época, más bien hemos presenciado fascinados su derrumbe y ocaso. La Historia se muestra sola, desprotegida, vagabunda, sin un lugar a donde reposar el suplicio que la atormenta, que ya no sabe de dónde viene ni a dónde va. La única certeza que tiene es que la humanidad, quien reposaba cálida en su ceno, habita ahora en una sombría orfandad a la intemperie de Dios. La ausencia y la angustia se hacen presentes en esta trama existencial que evidencia el vacío crepuscular de la esperanza y el desarraigo del hombre prometeico, que no encuentra consuelo en esta tragedia griega que es la soledad de la Historia (Ricardo Forster, Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna. 1ª ed., Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 48. Las cursivas son de Forster).
[20] J. P. Feinmann, ob. cit., p. 99.
[21] Ídem, p. 100 (la cursiva es de Feinmann).
[22] Señala también Feinmann que la dialéctica, al igual que otras filosofías europeas como el idealismo o el positivismo, han sido: “teoría progresista de los países centrales mecánicamente trasladada a los periféricos”) Ídem, p. 44 (la cursiva es de Feinmann).
[23] En definitiva, no encontraremos en la naturaleza del saber ninguna teoría completamente “pura” y el surgimiento de nuevas alternativas epistemológicas estarán cargadas por distintas influencias, marcos teóricos, herramientas conceptuales o categorías de análisis para la construcción y la crítica del objeto.
[24] Oscar Terán -siguiendo el planteo de Gilles Deleuze en su libro Nietzsche- señala el problema que hay entre el concepto de verdad y su relación íntima con el poder, y escribe: “la filosofía occidental ocultó el vínculo entre verdad y el poder, y por ello planteó el problema del conocimiento como una relación pura entre un objeto y un sujeto neutros. Por el contrario, en Nietzsche la valoración se confunde con el despliegue del poder: «El llamado ‘instinto de conocimiento’ debe ser reducido a un instinto de apropiación y conquista [...] La ‘verdad’ consiste en la voluntad de hacerse dueño de la multiplicidad de las sensaciones, en ordenar los fenómenos en categorías determinadas […]» Esta sospecha debe llevarnos a reconectar la verdad con el poder, lo que viene a ser lo mismo que afirmar la necesidad d hacer una historia política de la verdad (Friedrich Nietzsche, Póstumos, & 311, citado en Oscar Terán, “Presentación de Foucault” en Michel Foucault, El discurso del poder, 1ª ed., Buenos Aires, Folios Ediciones, 1983, pp. 33-34. Asimismo, Michel Foucault en una clase dictada el 6 de enero de 1982 en el Collège de France, reflexiona sobre el camino que recorre el sujeto en la ardua tarea de buscar la verdad, y dice : “Ya no puede pensarse que el acceso a la verdad va a consumar en el sujeto, como un coronamiento o una recompensa, el trabajo o el sacrificio, el precio pagado para llegar a ella. El conocimiento se abrirá simplemente a la dimensión indefinida de un progreso, cuyo final no se conoce y cuyo beneficio nunca se acuñará en el curso de la historia, como no sea por el cúmulo instituido de los conocimientos o los beneficios psicológicos o sociales que, después de todo, se deducen de haber encontrado la verdad cuando uno se tomó mucho trabajo para hallarla. Tal como es en lo sucesivo, la verdad no es capaz de salvar al sujeto” (Michel Foucault, La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, pp. 8-9).
[25] Edward Said define de manera crítica el concepto de orientalismo, que consistía en una conjunción de prejuicios falsos e inverosímiles sostenidos a lo largo del tiempo por la conducta y el pensamiento occidental con relación a Oriente. Sobre esto escribe: “Los americanos no sienten exactamente lo mismo acerca de Oriente, al que tienden a asociar, más bien, con el Extremo Oriente (China y Japón, sobre todo). Al contrario que los americanos, los franceses y británicos -y en menor medida los alemanes, rusos, españoles, portugueses, italianos y suizos- han tenido una larga tradición en lo que llamaré orientalismo, que es un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de Lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u  Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, nada de este Oriente es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales”. Y continua: “En cuanto a esta tradición académica, cuyos destinos, transmigraciones, especializaciones y transmisiones que son, en parte, el objeto de este estudio, existe un significado más general del término Orientalismo. Es un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y -la mayor parte de las veces- Occidente” (Said, Edward W.: Orientalismo o Oriente como invenego do Ocidente, trad. de Tomás Rosa Bueno, Sao Paulo, Companhia das Letras,1990, pp. 13-14).
[26] Este concepto es abordado y criticado desde la teoría de la dependencia durante la segunda mitad del siglo XX por autores como Georges Balandier, Immanuel Wallerstein y Eric Wolf (por nombrar algunos), quienes rechazan la noción de un “Tercer Mundo”, afirmando que hay solo un mundo conectado por una compleja red de relaciones de intercambio económico. Mientras que Balandier en su libro El desorden, plantea que la dinámica de la falta de organización social conduce a la destrucción del orden y las estructuras sociales estériles conllevando inevitablemente la pérdida de referencias simbólicas y culturales (Véase de G. Balandier, El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Elogio de la fecundidad del movimiento, 3ª ed., Barcelona, Gedisa, 1993). En Antropológicas, Balandier había defendido el proceso de descolonización progresiva del “Tercer Mundo” y criticó duramente a los estructuralistas y posestructuralistas por sus métodos de investigación, ya que éstos no permiten tener en cuenta la permanente evolución y el proceso de cambio que sufren las sociedades, sobre todo aquella tesis sostenida por Claude Lévi-Strauss que plantea que no se puede concebir la idea de cambio en las sociedades y que éstas son sociedades congeladas, ya que el estructuralismo se define como un método inmanente porque no necesita observar en el exterior para poder explicar los fenómenos socioculturales (en este caso la Historia), tomando como consideración fundamental todas las variantes posibles encontradas en el análisis de un fenómeno social determinado, siendo estos producto de un sistema de significación (contenido dentro de la estructura) que se define únicamente en relación con otros elementos o “unidades constituyentes” dentro del sistema, ya que -según esta perspectiva- es el mismo sistema quien establece los significados y sus correspondientes códigos para poder interpretar la realidad: sin estos códigos resulta imposible descifrar estos significados (Véase de G. Balandier, Antropo-lógicas, 1ª ed., Barcelona, Península, 1975).
[27] K. Marx, El Capital, crítica de la economía política, tomo I: El proceso de producción del capital, vol. III, 19ª ed., trad. de Pedro Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2003, p. 950 (La cursiva es de Marx).
[28]  K. Marx, ob. cit., p. 939 (Las cursivas son de Marx).
[29] Véase de Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, vol. I, 8ª ed., México, Siglo XXI Editores, 1998, principalmente los capítulos 1, 2 y 6.
[30] R. Forster, ob. cit., pp. 48-49.
[31] G. W. F. Hegel, Wissensehaft der Logik, I, p. 29, citado en Carlos Astrada, ob. cit., p. 136 (la cursiva es de Astrada).
[32] Fernando Coronil, Naturaleza del postcolonialismo: del eurocentrismo al globocentrismo, ob. cit., citado en E. Lander, ob. cit.
[33] De esta forma surge la célebre fórmula epistemológica fundamental de la filosofía kantiana en tanto condición de posibilidad para conocer la realidad: “las condiciones de posibilidad de la experiencia son las condiciones de posibilidad del conocimiento”. (J. P. Feinmann, ob. cit., p. 93. La cursiva es de Feinmann).
[34] J. P. Feinmann, La sangre derramada. Ensayo sobre violencia política,  2ª ed., Buenos Aires, Booket, 2006, p. 252.

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