El día del quiltro
Por Álvaro Cuadra*
El perro santiaguino no es noble ni reclama una prosapia de alcurnia, de color indefinido y mirada pícara el “quiltro” criollo es el compañero fiel del “roto” y con él comparte su infortunio. Sin collar ni arnés alguno, su identidad la conocen sólo sus amigos del bar o la feria libre donde suele merodear por algo de comer.
Mal visto por guardias y dueñas de casa, conoce de patadas y escobazos. Nunca ha visitado una clínica veterinaria y de vacunas mejor ni hablar. Su origen y su destino es la calle, como lo ha sido para sus ancestros: no conoce de cestitas ni casas para perros, mucho menos del “Dog Chow” o alguna otra “delicatessen”.
Se le ve pululando cerca de carnicerías y puestos del mercado, donde a veces un alma piadosa le tira un pedazo de pan duro o las sobras del restaurante. Ni labrador ni terrier, el “quiltro chilensis”, como toda América Latina, es mestizaje y, digámoslo, bastardía. Hijo de la calle, como es, su color es el de la tierra y los muros, el “quiltro” es parte del paisaje urbano, como los postes, los semáforos y los escasos árboles.
Su humildad no debe confundirse con falta de nobleza o inteligencia. Sucio y desgreñado, es claro que jamás ganará un concurso de belleza, aunque ha sabido ganarse el corazón de los pobres: intuyendo secretamente quizás algo más que un parecido, suelen aceptarlo y, en el mejor de los casos, adoptarlo. Como “dueño de casa” el “quiltro” adquiere un aire de dignidad que se advierte en la defensa vehemente de “su” territorio y de los suyos.
Como inadvertido habitante de la capital del país, el “quiltro” conoce de persecuciones y matanzas inmisericordes. En nombre de la salud pública o de algún decreto alcaldicio, el “quiltro” se ha visto acorralado y exterminado. Los que aprenden a sobrevivir, sin embargo, siguen ladrándole a la luna y persiguiendo esa pelota de plástico en alguna pichanga de barrio.
Su muerte pasa tan inadvertida como su cachorril irrupción, así, un día cualquiera ya no se ve más su incierta figura. Nadie lo echará de menos, salvo quizás un niño que aprendió a amarlo sin darse cuenta, repitiendo esa sutil y lúdica magia que une para siempre a los niños y a los perros.
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