Portada de antigua versión de Revista Libre Pensamiento

viernes, 27 de mayo de 2011

MARINA MONCADA IN MEMORIAM

MARINA MONCADA* IN MEMORIAM

 David B. Muñiz  
  

“Mi casa es tu casa”, me contestaba dulcemente al agradecerle sus muchas atenciones que me ofrecía cuando visitaba su hogar en busca de su esposo, mi amigo de muchos años Gustavo Moncada, ya fuera para jugar al ajedrez o ir a trabajar juntos en aquellas noches largas de fin de semana cuando nos tocaba vigilar y guardar clubes nocturnos en el área de Los Ángeles. Así era esa dama tan especial llamada Marina Moncada, que hacía una realidad el sentirnos en la de ella como en nuestra propia morada. “No podrán irse sin cenar” nos decía con aquella dulzura que emanaba de sus labios como fresca brisa de primavera, como si unas rosas al abrirse nos dieran sus últimos perfumes. Diligente como una laboriosa abeja, se movía silenciosa sin quejarse jamás, como una silueta fúlgida que al empezar el día lo iluminara todo, como una flor que se abriera en esplendor para saludar la aurora, y ferviente religiosa como su esposo, nos hacía el signo de la cruz al despedirnos como rogando a los cielos por nuestra seguridad en aquellas noches llenas de peligro.  

 

 ¡Cómo la recuerdo! Cómo echo de menos sus sonrisas cuando me aparecía por su casa en Los Ángeles, Miami o en esta misma ciudad de San José, para saludarlos y conversar un rato con el amigo de siempre. Y ella con ese corazón igual a un nidal de cosas exquisitas y agradables nos invitaba a su mesa, a compartir con ellos el bendito pan que da Dios y que nunca faltó en su mesa y que nos daba la impresión de hostias en las manos de una santa, con frases que fluían de sus labios como un ritornelo mágico parecido a un coro de ruiseñores al despuntar el día y que dejaban en sus labios las huellas de unos lirios como pájaros revoloteando en su sonrisa.  Con un abrazo nos despedía siempre y al hacerlo, sentíamos como si mil pétalos de azucenas se abriesen en esplendor a la luz de las auroras, diáfanas en los primeros rayos de la mañana, luminosos como pájaros de ensueño.

 

Pero ella ya no está con nosotros. El sol de su existencia se ha escurrido de repente en su horizonte, en ese desgranar de las horas que transitan lentas al compás del sonido de algún campanario lejano, anunciando el camino hacia la eternidad, a ese mundo lleno de silencios.                                                                                        

 

Es en la vejez, en esta etapa crítica de la vida, cuando la mujer adquiere mayor prestigio a nuestros ojos y es en estos dolorosos días cuando la figura de esta inolvidable dama se agiganta ante nosotros con el recuerdo de su bondad infinita, que reflejaban la grandeza de su alma como a través de una lámpara de alabastro, como la nieve en las mañanas de invierno que envuelven con su blancura la misma blancura de los lirios, como una luna de otoño iluminando el camino a un coro de estrellas.    

 

Doña Marina Moncada, viuda, madre, abuela y amiga incomparable no está ya con nosotros.  Desde un hogar en La Florida, recibió la llamada del Dios Omnipotente para que acudiera a su lado y ante nuestra tristeza infinita, su vida se fue alejando, en un como crepúsculo opaco, como una flor de otoño que se disuelve lentamente sobre la majestad de una noche en plenilunio, como un lirio florecido en tristeza, en la calma misteriosa, en el final de su existencia, como el canto melancólico de ruiseñores en un desolado jardín que palidece en las sombras.

 

Añoramos oír de nuevo su voz, aunque fuese un triste murmullo temblando en sus labios como queriéndonos dar su última bendición, como el vibrar de las cuerdas de un arpa eólica bajo el fulgor de una noche estrellada; quisiéramos tocar sus manos una vez más; manos de consuelo, manos blancas, limpias, puras como rosas de ópalo que aprisionaran unos rayos de luna, como dos lirios blancos, como dos copos de nieve que se abrieran generosos para consolar nuestro corazón lleno de nostalgia y abatido por la tristeza, unas manos como sutiles telas de araña tendidas al cielo para aprisionar estrellas.  

 

Doña Marina Moncada no está ya con nosotros. Nosotros sí estamos con ella. Su recuerdo imborrable nos hará construir en nuestros corazones un altar perenne a su memoria; escucharemos su voz cuando la brisa se cuele entre los cipreses de algún bosque centenario, o en el murmullo de un río que desplace sus aguas por entre guijarros saludando a las flores que crecen en su rivera, o en el canto armonioso de alguna fuente que refleje en el cristal de sus aguas todo el azul del cielo, o en la sonrisa de un niño, o en el frío, o en la lluvia, o en el sol que calienta el día, o la luna que ilumina la noche, en invierno o en verano, de noche o de día, al acostarnos con una oración en los labios o al despertarnos con la alegría de un nuevo día.  

 

Ahí estará siempre nuestra inolvidable amiga, en nuestros pensamientos y en lo mas profundo de nuestro corazón, y mientras nosotros aún divagamos y ambulamos en este agitado mundo en que vivimos, ella descansa ya en la paz del Señor, en la morada eterna prometida a las almas buenas y generosas, a la diestra de Dios Padre, cuidándonos y enviándonos sus bendiciones hasta el día que podamos reunirnos con ella.    

 

“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” Mateo 5.

 

David B. Muñiz                                                                       

 

San José, CA – Mayo del 2011  


* Marina Fonseca Sevilla de Moncada, madre de los hermanos y hermanas Moncada Fonseca: Marlen, Gustavo, Marina, María Elena, Azucena, Manuel, Enrique, Roberto, Eduardo, Jaqueline y Álvaro. 

Gustavo, Roberto y Álvaro se le adelantaron...  

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