Por Teresa Campos
La muerte nunca olvida a nadie y no hará una excepción con mi madre. Llegó puntual hace unos meses a sentarse en el sofá frente a su lecho de enferma. Espera paciente. No lleva guadaña ni viste de negro. No es huesuda ni produce temor.
La muerte es compasiva. Ya la he sorprendido sobando con sus delicadas manos de largos y finos dedos las rodillas adoloridas de mi madre.
La muerte es también bondadosa. Sabedora de los gustos de mi madre, hace todo a su alcance por complacerla.
—¿Tú entraste por la madrugada a ponerme el programa de tangos de la radio Caracol que tanto me gusta? —me pregunta mi madre.
—No —respondo—, no fui yo.
—Podría asegurar que alguien vino y me puso en el radio los tangos más divinos que yo haya escuchado jamás.
Me limito a sonreír.
La muerte es juguetona y le hace bromas a mi madre.
—Ayer tuve una experiencia extraña y bonita —me cuenta mi madre—. No podría decirte si es que la soñé o la viví. Sentí que alguien jugaba conmigo y que con sus manos suaves me elevó por encima de la cama, me sostuvo por un rato en el aire y luego me bajó cuidadosamente hasta dejarme cómoda de nuevo en la cama. Tuve la sensación de tener cinco años de nuevo.
Yo la escucho atenta.
La muerte huele a flores.
—Por la noche se quedó en el cuarto tu perfume —me dice mi madre—. Me gusta ese perfume tuyo.
Yo callo. Hace meses que no uso perfume; prácticamente desde que ella enfermó tomé la decisión para no enrarecerle el aire que con trabajo respira.
Por las noches, cuando es hora de dormir, dejo a la muerte sentada velando el sueño de mi madre. Yo salgo y cierro la puerta confiada que mi mamá está en buenas manos.
La muerte nunca le hizo daño a nadie.
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