Ignacio Ellacuría
El Sócrates de Centroamérica: Ignacio Ellacuría Beascoechea (1930-1989)
Por: Jorge Alvarado PisaniEscrito para el debut de los “SocraTés Filosóficos” en la UCA de Nicaragua.
Managua, 18 de noviembre de 2010.
Ignacio Ellacuría Beascoechea nació el domingo 9 de noviembre de 1930 en Portugalete (Biskaia), ciudad del Euskadi o País Vasco situada a orillas de la Ría de Bilbao. Tendría hoy 80 años bien vividos, si el miércoles 15 de noviembre de 1989, al filo de la medianoche, entre 40 y 50 soldados del Batallón Élite de Reacción Inmediata Atlacatl, creado en marzo de 1981 por asesores militares estadounidenses, no hubiesen tomado por asalto la Residencia de los Jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador y no lo hubiesen obligado a presenciar la masacre de sus compañeros, antes de reventarle la cabeza con balas expansivas, entre las doce y la una de la madrugada del jueves 16 de noviembre, justamente una semana después que Ellacu y su luminoso cerebro habían cumplido 59 años de haber sido dados a luz a orillas de la Ría de Bilbao.
Según la contabilidad hecha por el filósofo y periodista salvadoreño Víctor Flores García, en su tesis doctoral de 1997, los 6 jesuitas asesinados esa medianoche, junto a Doña Julia Elba Ramos y su hija Celina Mariceth Ramos, sumaban 8 doctorados, 19 licenciaturas, 102 años de estudios formales, 234 años de trabajo académico y pastoral y decenas de miles de páginas escritas. Pero no sólo eso sino que también eran responsables de una gran parte de la institucionalidad de la UCA: Ignacio Ellacuría tenía diez años en la Rectoría; Ignacio Martín-Baró era Vicerrector Académico; Segundo Montes Mozo dirigía el Instituto de Derechos Humanos (IDHUCA) y era superior de la comunidad; Amando López Quintana, Rector de la UCA de Nicaragua entre 1980 y 1982, trabajaba como profesor de filosofía y teología; Juan Ramón Moreno Pardo coordinaba el Centro de Reflexión Teológica y el Centro de Pastoral; y Joaquín López y López era director de “Fe y Alegría” y secretario emérito de la Facultad de Ciencias del Hombre y la Naturaleza.
Pero ahora hagamos un flash-back de catorce años y cinco meses, desde esa medianoche del 15 de noviembre de 1989 hasta el 15 de junio de 1975, cuando el gobierno de El Salvador decretó la tan esperada reforma agraria y la creación del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA). Por considerarlas de beneficio popular, Ellacuría y la comunidad universitaria de la UCA apoyaron esas iniciativas contra quienes las adversaban: por una parte, la oligarquía terrateniente y, por otra, algunos grupos de izquierda, como el Bloque Popular Revolucionario (BPR). Tanta fue la presión combinada de los terratenientes y de la extrema izquierda que pocos meses después, en 1976, el gobierno cedió y revirtió el decreto y la reforma agraria. Entonces Ellacuría, como nuevo director de la Revista Estudios Centroamericanos (ECA) escribió el célebre editorial, dirigido al presidente Molina, titulado "¡A sus órdenes, mi capital!". Ese editorial le costó a la UCA el subsidio que recibía del presupuesto nacional y seis atentados dinamiteros de la "Unión Guerrera Blanca" (UGB). Sin embargo, en medio de la tensión política y las amenazas terroristas, Ellacuría, Jefe del Departamento de Filosofía de la UCA desde 1972, se dio tiempo para escribir y publicar el ensayo titulado “Filosofía, ¿para qué?”, antes de viajar a Madrid para cumplir su compromiso anual de colaboración con Xavier Zubiri, en diciembre de 1976.
¿Para qué sirve la filosofía?, se preguntaba Ellacuría en ese ensayo “dirigido a quienes se ven obligados a dar filosofía sin saber bien cómo hacerlo y, sobre todo, a quienes se ven obligados a tomar esa materia sin saber bien por qué ni para qué.” Para responder la pregunta, Ellacuría trajo a colación inmediatamente la filosofía, el filosofar y la vida filosófica de Sócrates, el tábano de la indolente Atenas, y de paso, hizo un retrato de sí mismo:
“(…) No fue Sócrates el primer filósofo, pero en él resplandece de forma singular qué es esto de verse precisado a filosofar. No voy a hacer aquí un estudio técnico de este problema, sino tan sólo voy a presentar sencillamente una serie de rasgos que caracterizan a este incómodo filósofo que pagó con su vida la imperiosa necesidad de filosofar. Sócrates vivió como ciudadano de Atenas en el siglo quinto antes de Cristo. Fue filósofo porque fue ciudadano, esto es porque fue político, porque se interesaba hasta el fondo por los problemas de su ciudad, de su Estado. Veía todas las cosas sub luce civitatis, a la luz del Estado, pero no de un Estado que caía por encima de los individuos, sino de un Estado sólo en el cual los hombres podían dar la medida de su plenitud. Los demás le tenían por sabio —el más sabio de los atenienses, lo consideró el oráculo de Delfos—, pero él no se tenía por tal. Dos cosas caracterizaban su sabiduría: frente a los filósofos anteriores, juzgaba que el verdadero problema de la filosofía está en el hombre mismo, en el conocimiento que el hombre debe tener de sí mismo —"conócete a ti mismo"— y de todas las demás cosas sin las cuales el hombre no es ni puede ser sí mismo. Frente a los que creían saber y estaban acríticamente instalados en su falso saber, sostenía que sólo sabe bien lo que cree saber el que se percata, desde ese su saber, que no sabe nada. Sócrates pensaba que, sin saber y sin saberse a sí mismo el hombre no es hombre. Ni el ciudadano, el animal político que dirá más tarde Aristóteles, puede ser ciudadano. Quería saber, pero lo que buscaba en ese saber era hacerse a sí mismo y hacer a la ciudad. Su saber es, por lo tanto, un saber humano y un saber político, no sólo porque el objeto de ese saber sea el hombre y la ciudad, sino porque sus objetivo era la recta humanización y la recta politización. Según él, quien quiera humanizar y quien quiera politizar no puede dejar de saber y menos aún puede pensar que sabe cuando realmente no sabe. Nace así su filosofar de una gran preocupación por lo que es el hombre y por lo que es la ciudad como morada del hombre. Ahí están las raíces de su pensamiento y de ahí van a surgir los temas sobre los que va a reflexionar. No le importa tan sólo saber cómo son las cosas —el hombre, la ciudad y sus cosas, la cosa pública que dirán los romanos—, sino que las cosas sean, que las cosas lleguen a ser, como todavía no son, ya que, por no serlo, son falsas e injustas.”
“De ahí que su saber pretenda ser un saber crítico. Y lo es, tanto por su personal insatisfacción con lo que ya sabía y por su consiguiente búsqueda incesante, como por su constante confrontación con quienes se pensaban depositarios del verdadero saber y del verdadero interés de la ciudad sólo por la posición social o política que ocupaban. Lo primero lo llevó a un permanente combate consigo mismo. Lo segundo, a una batalla desigual con los poderosos de su tiempo. Tuvo que dejarlo todo y lo poco que le quedó —los últimos años quemados de su vida, las cenizas de su existencia— se lo arrebataron en nombre de los dioses y de las buenas costumbres de la ciudad. No pedía nada para sí. Sólo la libertad de pensar y de decirle al mundo sus pensamientos. Era demasiado pedir, porque no hay ciudad que soporte la libertad del pensamiento, un pensamiento que para Sócrates no era libre por ser el suyo, sino por ser un pensamiento justo, un pensamiento que ponía la justicia por encima de toda otra consideración. Verdad, bondad, belleza y justicia eran para él indisolubles y por ellas luchaba como teórico y como político. No podía ni sabía hacer otra cosa. Un espíritu interior lo impulsaba. Tenía vocación. Filosofaba por vocación. Hasta tal punto que sostenía que una vida sin filosofar no merecía la pena, y, por ello, cuando le pidieron que dejara de filosofar para poder seguir viviendo, prefirió tomar la cicuta de su condena a muerte. No quiso ni abandonar la ciudad ni dejar de filosofar, las dos condiciones que le ponían para salvar su vida. Eran dos cosas indisolubles para él: filosofaba en su ciudad y para su ciudad, vivía para filosofar, pues filosofar era su vida. Todo esto, además de su talento y de su compromiso moral y político, exigía técnica. No se filosofa sólo con buena voluntad. A él se le atribuyen los primeros pasos técnicos en busca de la definición y el concepto, por un lado, y de la inducción y la dialéctica, por el otro. (…)”
“ (…) El ejemplo de Sócrates es así pauta para quienes sienten la necesidad del filosofar, para quienes ven la filosofía como una necesidad. Sócrates pensaba que sin filosofía, el hombre y la ciudad no pueden llegar a conocerse a sí mismos y mucho menos a realizarse como debieran. Por eso, la filosofía es necesaria. La filosofía —cada día lo vemos mejor— no basta para ello, pero sin la filosofía, la humanidad perdería una de sus grandes posibilidades de saberse y de realizarse adecuadamente.”
Hasta aquí Ellacuría, en la primera parte de su ensayo. Ahora bien, tenemos que distinguir (porque quien no distingue, confunde) “filosofía”, “filosofar” y “persona filosofante”. “Filosofía” son los contenidos conceptuales y argumentales de los “actos de filosofar” que ejecuta “la persona filosofante”. “Filosofía” es un resultado. “Filosofar” es un modo de vida. “Filosofante” es quien se pone a “filosofar”, a ratos y espontáneamente (como lo hace toda persona), o de forma constante y técnicamente (como lo hacen las personas dedicadas a ello por vocación o profesión). Cabe entonces preguntarnos en dónde radica la unidad de la filosofía, del filosofar y de la existencia personal de Ignacio Ellacuría.
Al respecto hay que decir que la unidad de la filosofía, el modo de filosofar y la existencia personal de Ignacio Ellacuría hay que buscarla en la unidad de su proyecto de vida: una vida vivida y desvivida al servicio de la verdad, de la justicia y de la libertad mediante una praxis iluminada por una adecuada teoría de la realidad histórica, conducida por una firme voluntad socrática de liberación e inspirada por una profunda experiencia de unión con el Jesús histórico que es el Mesías resucitado.
El modo de filosofar socrático de Ellacuría ha sido expuesto con meridiana claridad por el eminente filósofo y teólogo asturiano Antonio González Fernández en su articulo titulado “Aproximación a la obra filosófica de Ignacio Ellacuría”:
“Tal vez sea la forma socrática de filosofar y de ser filósofo la primera clave para aproximarnos a la obra de Ignacio Ellacuría. Parafraseando a Zubiri, podríamos trazar un paralelo con Sócrates diciendo que lo característico de la labor intelectual de Ellacuría no consiste tanto en haber puesto la praxis histórica de liberación en el centro de sus reflexiones filosóficas, sino en haber hecho de la filosofía un elemento constitutivo de una existencia dedicada a la liberación... Ellacuría mostró con su vida (y -¿por qué no decirlo?- también con su muerte) que la función social de la filosofía no es primeramente una función académica, y mucho menos una función legitimadora de uno u otro poder, sino -al menos como posibilidad- una función liberadora. Y que esta función liberadora no consiste en primera línea en la transmisión de una determinada filosofía, de una determinada tradición o de unos determinados conocimientos filosóficos, sino, como también fue el caso de Sócrates, en una tarea mayéutica y crítica. Mayéutica no meramente en el sentido usual de sacar a la luz ‘educativamente’ (de educere, extraer) lo que los discípulos de suyo ya saben, sino en un sentido más cercano a la expresión griega maieúomai (ayudar en el parto, desatar). Pues se trata de acompañar filosóficamente la difícil hora histórica de los pueblos del Tercer Mundo, situándose parcialmente del lado de quienes tratan de impedir que triunfe la muerte y del lado de la nueva vida que, a pesar de todas las dificultades, pugna por nacer. Esta mayéutica histórica no hace inútil la labor intelectual, sino que la exige con verdadera urgencia y, si cabe, con más calidad que la usual; aunque, por supuesto, señala al intelectual horizontes y fines que van más allá de los meramente profesionales. Y una labor, entonces, también crítica, porque la opción filosófica por la vida conduce al enfrentamiento con tantas ideologizaciones -filosóficas y no filosóficas- que presentan el dominio de la opresión violenta y de la muerte (no sólo en El Salvador sino en el orden político y económico mundial) como un sistema de libertad y de democracia. En esta tarea desideologizadora invirtió Ellacuría sus no pocas cualidades intelectuales, su fina y mordiente ironía e incluso su buen conocimiento de las viejas armas de los sofistas, ahora puestas no a disposición de las élites atenienses sino al servicio de lo que él solía llamar las `mayorías populares'…”
Esta interpretación de Antonio González puede verificarse en un texto escrito por el propio Ellacuría en 1985, titulado “Función liberadora de la filosofía”. Allí Ellacuría analiza la relación entre la praxis histórica y el trabajo filosófico y se define a sí mismo como persona filosofante. Pero cuando lo hace, la referencia a Sócrates le viene, una vez más, casi automáticamente, al pensamiento y a la escritura:
“La búsqueda de la verdad es una de las dimensiones principales en la ética de la filosofía, pero no es la única ni es suficiente para caracterizar como plenamente ética la labor filosófica, independientemente de lo que sea la ética del filósofo. Y es que no basta filosóficamente con buscar la verdad, sino hay que procurar filosóficamente realizarla para hacer la justicia y construir la libertad. No obstante, la filosofía sigue siendo una tarea predominantemente teórica que requiere una capacidad y una preparación peculiares, no sustituibles por ningún compromiso voluntarista o con el ejercicio, aun el más esclarecido, de la praxis social en los momentos más preñados de realidad. (…) Los filósofos no deben gobernar, contra lo que buscaba Platón, pero debe permitírseles llevar una existencia socrática, que muestre permanentemente las deficiencias en el saber y en el hacer. Y si no se les permite llevar la vida filosófica de Sócrates, deben emprenderla por su cuenta hasta merecer la condenación o el ostracismo de su sociedad.”
Así, pues, podemos afirmar que la unidad del pensamiento, la praxis y la vida de Ellacuría consistió en la estricta fidelidad a una vocación filosófica y teológica (socráticamente cristiana) de servicio a la verdad, a la justicia y a la libertad que le llevó a “hacerse cargo” de la realidad donde quiso vivir (mediante todas las herramientas intelectuales necesarias y pertinentes), a “encargarse” responsablemente de la transformación real de lo inhumano de tal realidad y a “cargar con” las consecuencias positivas y negativas de ese comprometedor "encargarse" (que conlleva siempre un momento crítico de “cargar contra” las ideologías y las estructuras de poder, imposibilitantes de aquella transformación, pero también conlleva un momento creativo de “recargar” de energía moral al cuerpo social para promover la apertura histórica de nuevas posibilidades).
La unidad de la filosofía, del filosofar y de la vida personal de Ellacuría fue, en el fondo, una unidad teologal, en sentido zubiriano, es decir, una marcha desde y hacia el fundamento último, posibilitante e impelente del poder de la realidad, hecho historia humana en la persona de Jesús de Nazaret. Por Él, con Él y en Él, Ignacio Ellacuría fue (y sigue siendo) un místico de la praxis, un verdadero contemplativo en la acción, el Sócrates Jesuita de Centroamérica.
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