Cuba: El otro Bicentenario
Ricardo Alarcón de Quesada
1 Abril 2010
Meses después de la tragedia de Dos Ríos no pocos emigrados esperaban a José Martí convencidos de que en cualquier momento regresaría a Cayo Hueso. Pasó el tiempo y durante el largo periodo de la República mutilada, en medio de la frustración y el desaliento, era frecuente escuchar en cualquier rincón de la isla una tonada que repetía melancólica:”Martí no debió de morir”. Por impedir que muriese en el centenario de su nacimiento Fidel Castro y sus compañeros, al asaltar el cuartel Moncada reanudaron la revolución tantas veces interrumpida.
¿Murió o sobrevivió a la triste escaramuza allá donde los ríos se juntan y desbordan? ¿Quien tuvo razón, los humildes tabaqueros, el pueblo anónimo y los jóvenes moncadistas o los farsantes que envilecieron su nombre y quisieron sepultar su obra? La respuesta vendría de la poesía. La dio Lezama: “Martí es un misterio que nos acompaña.”
Es también, lo ha sido siempre, clave y brújula para los cubanos. Clave para comprender los desafíos que la historia nos ha reservado como pueblo. Brújula para guiarnos en los mares traicioneros por los que debe navegar nuestra pequeña barca. De ahí la importancia de la labor que realizan las instituciones a las que dedica sus mejores afanes el querido compañero Armando Hart Dávalos. Como prueba el movimiento juvenil martiano, esos empeños no se limitan al estudio y la divulgación de los textos del Apóstol, tarea tan loable como necesaria, sino que se encaminan hacia lo que debe ser un proyecto verdaderamente nacional articulado en el entramado social que junte a todas las generaciones, a todas y todos. Así seremos capaces de dilucidar el misterio. Marti vive y vivirá siempre y con él la Patria finalmente conquistada.
Este año otros pueblos del continente conmemoran el Bicentenario de sus independencias nacionales. Los cubanos no podemos hacerlo. El Jubileo que celebran nuestros hermanos y al que nos sumamos con alegría debe servir a los cubanos para recordar que cuando arribó el glorioso 1810 Jefferson llevaba un lustro proclamando la voluntad de apoderarse de la isla. El propósito de someter a Cuba ha sido invariable en la política norteamericana desde las Trece Colonias hasta la administración de Barack Obama.
Apropiarse de las antillas españolas, objeto de rivalidades entre las potencias europeas, era esencial al propósito norteamericano de establecer su propio Imperio.
La llamada Revolución en aquel país ha disfrutado de un equívoco transformado en leyenda celosamente cultivada por la oligarquía yanki y aceptada por otros con dócil ingenuidad. La rebelión de las Trece Colonias no tuvo un carácter de liberación nacional y mucho menos de emancipación social. Es cierto que contó con personalidades de pensamiento avanzado como Thomas Paine y Daniel Shays y que sus filas se nutrieron de artesanos, campesinos pobres y negros emancipados, pero ellos fueron mantenidos a raya y severamente reprimidos desde muy temprano.
La verdadera naturaleza de la nueva república surgida en Norteamérica la explicaron con toda claridad sus fundadores. Madison, Hamilton y Jay lo hicieron con rigurosa franqueza porque los 85 ensayos del Federalista no iban dirigidos al pueblo norteamericano sino a la ínfima minoría que debería aprobar la Constitución. Y la convencieron precisamente porque le dijeron la verdad: el nuevo estado federal estaría bajo el dominio de los grandes propietarios, su esencia sería “la total exclusión del pueblo del ejercicio del poder”, nada tendría que ver con la idea de la democracia como ésta era entendida hasta entonces. Los dueños de Nueva Inglaterra, New York, Pennsylvania y Virginia coaligados con los esclavistas sureños diseñaron una república elitista, excluyente de las grandes mayorías. La Unión así creada llegó a ser vista por muchos como paradigma civilizatorio y pudo manipular como si fuera suyo el ideal democrático tan abominado por sus fundadores. No es este el momento para profundizar en el tema. Pero sí para afirmar que urge desenmascarar desde su raíz la enorme falacia de la “democracia norteamericana” causante de tantos sufrimientos a tanta gente y por tanto tiempo. Martí lo hizo en su existencia desgraciadamente muy breve y colmada de muchas otras urgencias. Deben continuar su obra ahora quienes se sientan martianos.
Los grandes propietarios de las antiguas colonias, una vez libres de las ataduras metropolitanas, asumieron de inmediato su nuevo papel como colonizadores, avanzaron hacia el oeste, despojando a los pobladores y expandiendo la servidumbre y la esclavitud. Al nuevo régimen no le bastó con preservar la esclavitud africana, la consagró en su Constitución y la extendió a nuevos territorios. El número de los esclavos lejos de disminuir, aumentó con la independencia y creció durante casi un siglo después. Al mismo tiempo no solo privó a las poblaciones autóctonas de sus tierras ancestrales, que habían preservado durante la larga dominación europea, sino que practicó contra ellas un infame genocidio.
La idea expansionista siempre incluyó a Cuba. Los nuevos colonialistas se proponían llegar al Pacífico y dominar el Caribe. En cuanto a Cuba los norteamericanos no se limitaron a declaraciones o intrigas diplomáticas. Promovieron activamente la tendencia anexionista en los círculos de la sacarocracia habanera. Para ello enviaron a la isla emisarios de jerarquía como el General Wilkerson a comienzos del siglo XIX y discutieron el tema en la Casa Blanca el Presidente James Monroe con su gabinete, en reuniones que reseñó John Quincy Adams en su Diario. De acuerdo con quien fuera Secretario de Estado y más tarde Presidente allí participaron representantes de la oligarquía criolla a quienes identifica con pseudónimos tales como Mr Sánchez o Mr Hernández.
El 15 de marzo de 1823 concluyó una reunión comenzada la víspera en la que debatieron intensamente las acciones más convenientes para apoderarse de Cuba. Al concluir sus anotaciones correspondientes a esa fecha Adams escribió: “Memorándum. Proceder fríamente en el asunto.”
Pero esa frialdad no fue una actitud pasiva. Ramiro Guerra, distinguido historiador cubano, quien hurgó sagazmente en documentos oficiales yanquis poco antes revelados, en un texto publicado en 1930 señaló: “La política de los norteamericanos - ya que no podían apoderarse de Cuba - era el mantenimiento del status quo, Cuba en poder de España, hasta que los tiempos cambiasen y la anexión fuese posible.”
John Quincy Adams sucedió a Monroe en la presidencia coincidiendo con los esfuerzos de Bolívar para unir a las naciones independientes en el Congreso de Panamá. El objetivo del Libertador, lo sabemos, era llevar el movimiento emancipatorio a Cuba y Puerto Rico y concertar la acción política del resto de los países para consolidar la unión de Nuestra América. “Estados Unidos - apuntaba Guerra - temía no sólo a las complicaciones que pudieran surgir, sino a una rebelión de esclavos en Cuba. Una sublevación de esclavos en Cuba podía propagarse a Georgia o a Virginia. Adams intervino. Y en mayo y diciembre de 1825, Colombia y México fueron notificados, en los términos más enérgicos, de que se abstuvieran de realizar ninguna expedición contra Cuba, y con más rigor aún, de incitar a sublevarse o de armar a los esclavos.”
Pero el frío y calculador Adams no se contentaba con discretas gestiones de cancillería. El 15 de marzo de 1826 en mensaje oficial al Congreso de su país hizo públicas las presiones que antes había hecho a los gobiernos de México, Perú y Colombia. Y recibió la entusiasta aprobación del Parlamento.
Al siguiente año el Secretario de Estado Henry Clay extendió la amenaza al pueblo cubano con estas palabras: “No entra en la política o en las miras del gobierno de Estados Unidos dar ningún estímulo o apoyo a los movimientos revolucionarios en Cuba, si tal cosa pretende alguna parte de sus habitantes.”
Para los anexionistas criollos aquellos fueron momentos de gloria. Así lo reconoció en un amargo libro difundido aquí con largueza a comienzos del Siglo XX el más notorio y frustrado de ellos, José Ignacio Rodríguez.
El suyo es un texto que rezuma derrota en todas sus páginas. El objetivo de los anexionistas criollos era la completa asimilación a Norteamérica y la intervención militar de 1898 había desembocado en una nueva colonia. La oligarquía yanqui supo utilizar a sus partidarios en la isla pero exclusivamente en función de sus intereses imperiales. Los convirtió en instrumentos manejables sin dejar de despreciarlos. Así fue siempre. Así es todavía.
Con cálculo frío, siguiendo el consejo de Adams, actuaron los gobernantes norteamericanos respecto a Cuba a lo largo del Siglo XIX. Ayudaron activa y materialmente a España a mantener su dominio sobre la isla mientras conspiraban contra ella y alentaban a los anexionistas a la espera del momento propicio en que pudieran apoderarse de Cuba sin grandes complicaciones. Lo descubrieron y denunciaron en su momento Céspedes y Martí.
Los imperialistas veían a Cuba como presa apetecible pero despreciaban profundamente a los cubanos, con el desprecio incontrolable dictado por su racismo y su elitismo. El Padre de la Patria y el Apóstol encararon también esa dimensión de la actitud norteamericana ilustrada tanto en la insolencia vulgar y prepotente de Ulises Grant, rechazada con ejemplar dignidad por Céspedes, como en el infame comentario de “The Manufacturer” de Filadelfia, reproducido por “The Evening Post” de Nueva York, al que respondió Martí con su “Vindicación de Cuba”, alegato de perenne vigencia al que debiéramos acudir todos los días.
La arrogante pretensión de dominar a Cuba inseparable de su menosprecio por los cubanos ha sido siempre la línea de conducta del Imperio.
Con brutal franqueza la expresó Theodore Roosevelt en 1906: “Estoy tan furioso con esa infernal pequeña república de Cuba que quisiera barrer a su gente de la faz de la Tierra.”
Desde que finalmente Cuba alcanzó su independencia en 1959 nuestro pueblo ha enfrentado realmente, día tras día, la terrible amenaza del rudo jinete y desaforado gobernante. Recordemos que, según Roosevelt, todo lo que el Imperio quería era que nos “comportásemos” (behave themselves), o sea, que nos portásemos bien y nos condujéramos conforme a sus deseos.
En 1959 nos rebelamos y empezamos a “portarnos mal”. La reacción norteamericana consta en un documento oficial que fue secreto durante mucho tiempo y en el que puede leerse: “La mayoría de los cubanos apoyan a Castro… el único modo previsible de restarle apoyo interno es a través del desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales… hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba … una línea de acción que, aún siendo lo más mañosa y discreta posible, logre los mayores avances en privar a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
Nótese el carácter genocida del plan norteamericano y su profundo sentido antidemocrático.
Pero no se contentó el Imperio con castigar al pueblo y tratar de ablandarlo y separarlo de su apoyo a la Revolución provocando hambre y sufrimiento.
En marzo de 1960, hace exactamente medio siglo, la Casa Blanca aprobó el “Programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro”. Una gran parte de su texto sigue siendo secreta hasta ahora. Apenas unos pocos párrafos aparecieron en el voluminoso libro con documentos desclasificados que publicó el Departamento de Estado en 1991.
Pero lo poco que revelaron es muy ilustrador. La esencia del Programa sería “la creación de una oposición” dentro de Cuba que actuaría bajo el “control y dirección del exterior” y el desarrollo por el gobierno de Estados Unidos de “una poderosa ofensiva de propaganda a favor de esa oposición.”
En la reunión en la que fue aprobado dicho Programa el Presidente Eisenhower hizo jurar a todos los participantes que jamás reconocerían haber escuchado lo que allí se dijo ni haber leído lo que allí leyeron. Insistió sobre todo en garantizar “que la mano de Estados Unidos no aparezca” que “permaneciera oculta” en las tales operaciones encubiertas. Como si esto fuera insuficiente al siguiente día el Presidente instruyó al Director de la CIA a que nunca más presentase al Consejo Nacional de Seguridad documentos relativos a sus planes secretos contra Cuba.
Eso sucedió cuando la Revolución daba apenas sus primeros pasos. La mayoría de los actuales pobladores de esta isla aún no habían nacido. Todos han tenido que vivir, todo el tiempo, bajo la amenaza del exterminio y asediados también por una odiosa ofensiva de mentiras y calumnias.
Poco han cambiado las cosas desde entonces. En rigor el único cambio verdadero ha sido que a las acciones encubiertas, nunca interrumpidas en cincuenta años, se agregan las que se realizan públicamente con insolente desvergüenza. El presupuesto de gastos de la CIA es, desde luego, secreto. Pero los fondos de la AID y otras entidades destinados a socavar a la Revolución cubana son aprobados por el Congreso norteamericano.
Ahora mismo, mientras Ustedes meditaban aquí sobre Martí y su extraordinario legado, allá en Washington discutían qué hacer con los recursos que suministran a los Mr. Hernández y Mr. Sánchez de hoy. Discuten todavía cómo hacer más eficientes y eficaces los envíos a los neo-anexionistas.
Entretanto despliegan por todo el orbe una poderosa ofensiva que busca demonizar a Cuba para aislarla y destruirla. Recordemos al inolvidable Cintio Vitier: “En la hora actual de Cuba sabemos que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia.”
La han asumido plenamente, al precio de sus propias vidas, Gerardo, Ramón, Antonio, Fernando y René. A ellos, en la mayor soledad, no han podido doblegarlos. A su pueblo, a nosotros, unidos, nadie podrá jamás. Porque Martí vive hoy más que nunca. Sobre todo ahora cuando nos convoca a vindicar a Cuba y a salvarla.
FUENTES
- Ramiro Guerra: “En el camino de la independencia”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974
- Leo Huberman: “We, the people”, Monthly Review Press, New York, 1964
- José Martí: Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975
- Carlos Manuel de Céspedes: Escritos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1982
- Foreign Relations of the United States, 1958-1960, Volume VI, Cuba, Department of State, U.S., Government Printing Office, Washington 1991
- José Ignacio Rodríguez: “Estudio Histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la Anexión de la isla de Cuba a los Estados Unidos de América”, Imprenta La Propaganda Literaria, Habana, 1900
- Alexander Hamilton, John Jay, James Madison: “The Federalist” A Commentary on the Constitution of the United States, The Modern Library, New York
- Lars Schoultz: “That infernal little Cuban Republic”, The University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2009
Palabras de Clausura en el Coloquio Internacional ”José Martí: Unidad y Revolución”, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1ro de abril de 2010
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