Genocidios y ocupaciones: las cosas por su nombre
Por Marcelo Cantelmi - Clarín, Argentina
En el Cáucaso y Oriente Medio, se libran batallas simultáneas y contradictorias en las que el reconocimiento de derechos queda sujetado a los intereses estratégicos.
Ponerle un nombre a las cosas y cómo ese nombre será usado es siempre, grande o pequeña, una cuestión política. El nombre define -o debería definir- cómo se gestionará la cuestión y los valores que pueden estar en juego. La reivindicación de la memoria, nombra necesariamente a la libertad. La lucha contra el negacionismo sobre el Holocausto es un ejemplo rotundo de por qué a las cosas se las debe llamar por su nombre.
Pero esta elementalidad no es un sendero sencillo. En las últimas semanas se han complicado dos conflictos que muestran hasta qué extremo está amputada la mirada. Turquía acaba de retirar sus embajadores en EE.UU. y en Suecia porque en ambos casos aunque en diferentes niveles, una comisión legislativa en Washington, el Parlamento en Estocolmo, se reconoció como genocidio la masacre cometida por el Imperio Otomano contra el pueblo armenio en 1915, hace 95 años. Pero ¿de qué otro modo se puede llamar al asesinato sistemático y organizado de un millón y medio de personas?
El otro litigio en el que se esquiva el nombre, está en Oriente Medio, en la ofensiva de la actual administración israelí para estimular la colonización de Jerusalén Oriental y la Cisjordania, que no es otra cosa que la ocupación de un territorio ajeno. Es interesante notar que la cuestión nacional palestina, condición que niega una derecha israelí minoritaria y poderosa, hunde sus raíces también en aquel Imperio Otomano. Una provincia con el nombre de Palestina existía en ese mapa. Hubo más de un siglo y muchas generaciones que crecieron con esa identidad antes de la partición de aquella provincia dispuesta por la ONU en 1949 y que debió dar origen al nacimiento de dos estados. Solo se logró edificar uno, Israel, el otro es aún una factura pendiente -de la que también los árabes son responsables- y su no resolución está en la base de este crónico, salvaje conflicto, el más grave que desafía a la humanidad.
Veamos un poco más estos dos escenarios. La furia de Turquía se ha venido incrementando paradójicamente después de haber logrado Ankara una victoria diplomática en octubre pasado cuando firmó un acuerdo con el gobierno armenio, auspiciado por Washington, para encaminarse a reanudar las relaciones diplomáticas y la apertura de las fronteras binacionales.
Los bordes están cortados desde la guerra que Ereván sostuvo y ganó a un aliado turco, Azerbaiján, en 1993 para recuperar el territorio de Nagorno Karabaj. Ese boscoso y estratégico enclave en las montañas perteneció históricamente a Armenia, pero Josef Stalin se lo entregó a los azeríes cuando ambas repúblicas formaban parte de la URSS. Hoy, las dos naciones tienen un frágil status de cese del fuego y Azerbaiján no ha cesado sus presiones para retomar el dominio del lugar.
El acuerdo con Ereván fue un triunfo turco. El gobierno armenio, con el trasfondo de la ruidosa protesta de la inmensa diáspora de ese pueblo repartida por el mundo, se avenía a aceptar las fronteras de Turquía construidas sobre territorios que el otro pueblo ha demandado como su hogar incluyendo el legendario monte Ararat. Y, además, aceptaba la constitución de una comisión binacional de sabios para analizar los sucesos de 1915.
Pero Ankara ahora ha demandado que Armenia, además, entregue Nagorno, cuestión que no figuraba en lo acordado. Y hasta ha exigido a la Corte Constitucional de Ereván que se retracte por haber incluido la apelación de que el mundo reconozca el genocidio en el documento en el cual dio su aval a los acuerdos con Turquía.
Hay un riesgo imprevisible en este comportamiento y es que puede alentar a que se trate de tomar con la fuerza lo que no puede obtenerse por la política o la razón. Ese peligro de una nueva guerra en el Cáucaso aisla a Ankara, que más temprano que tarde puede encontrarse con que EE.UU. acabe por reconocer el genocidio que hasta ahora, y como un controvertido favor a su aliado turco, no ha aceptado como tal.
Turquía ha sido también un aliado clave de Israel y es por eso que el país hebreo tampoco le ha dado el nombre de genocidio a esa matanza en la cual, se sabe, Hitlter miró para perpetrar el Holocausto. Pero la relación entre estos países se enfrió después de la ofensiva israelí de 2008 sobre la Franja de Gaza, debido a que Turquía coincide con las denuncias de que allí se habrían cometido crímenes de guerra.
Ese choque ha sido útil para conocer algunas cuestiones sorprendentes. Por ejemplo, mucha familias judías ortodoxas lograron que la justicia expulse de sus casas en Jerusalén a ciudadanos árabes que las habitaban en varios casos desde más de medio siglo. Usaron para ello documentos de supuesta propiedad anteriores a la partición y que hallaron en archivos turcos legados del Imperio Otomano. Hoy se sabe que mucha de esa papelería, sobre cuya autenticidad antes los turcos callaban, es apócrifa.
El centenar de árabes que se han quedado sin techo y que vive en carpas en barrios como Silwan, es el rostro más antipático de una ofensiva que se coronó esta semana cuando el gobierno de Benjamin Netanyahu autorizó la construcción de 1.600 viviendas en Jerusalén Este, un territorio que Israel se anexó en la Guerra de los Seis Días de 1967, acción que la comunidad internacional jamás aceptó. No es casual que la autorización para esas viviendas se haya producido cuando visitaba el país el vicepresidente norteamericano Joe Biden. La intención fue por un lado involucrar a la Casa Blanca y por el otro, dar una señal rotunda que desaliente cualquier límite a la estrategia de ocupación que impulsa este gobierno israelí. Según el diario Haaretz y la prestigiosa ONG israelí anticolonización Ir Amim, la alcaldía de Jerusalén, que rutinariamente desmintió la información, proyecta construir 50.000 nuevas viviendas en la parte oriental de la ciudad en un emprendimiento que auspicia una controvertida organización ortodoxa israelí llamada Elad.
Esas medidas, sumadas a un maltrato creciente hacia los árabes israelíes o la inclusión de la tumba de Raquel en Belén y la de los patriarcas en Hebrón, -dos ciudades palestinas-, entre los sitios de la memoria histórica del pueblo judío, son baldes de nafta sobre un fuego que va creciendo y puede acabar en una intifada o un conflicto generalizado que a la postre justifique una nueva toma territorial.
En Cisjordania, donde debe construirse el Estado Palestino, vive ya medio millón de colonos israelíes y la cifra crece incesantemente, arrebatándole todo contenido ya no solo al nombre de esa necesaria estructura nacional ausente sino a la posibilidad misma de que el nombre signifique lo que debe ser en algún momento de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario