Como ustedes saben, en ciertas lecturas del marxismo ese término fue degradado y, en algunos casos, estigmatizado a partir de la contraposición que realizó Carlos Marx entre el socialismo utópico y el socialismo científico. En mi concepto, a esa contraposición --históricamente justificada en la elaboración del pensamiento de Marx, pero que desde hace muchos años carece de todo sentido— se le ha dado una interpretación reduccionista, en tanto la formación económico-social que él y Federico Engels identificaron como “el comunismo” –y que otros posteriormente llamaron “el comunismo científico”— es probablemente una de las utopías más ambiciosas que ha parido el pensamiento y la praxis humana. Tan así es que –más de 160 años después de haber sido publicado El Manifiesto Comunista— aún se discute si algún día podrá convertirse en realidad el proyecto del mundo y de la sociedad post-capitalista que propugnó ese trascendental documento.
No es mi propósito introducirme en esa discusión que seguramente nos llevaría a analizar si “el socialismo” es el punto de llegada o, como lo planteó Marx en su famosa Crítica al Programa de Gotha, sólo el tránsito imprescindible entre la vieja formación económico-social (el capitalismo) y “el comunismo”. También nos llevaría a analizar la multidimensional crisis que está viviendo nuestro planeta y las posibilidades de que la depredadora e incontenible dinámica de la que Inmanuel Wallerstein llama “economía [capitalista] mundo” termine destruyendo la vida humana, antes de que puedan hacerse verdad los ideales del socialismo-comunismo.
Por eso, ahora sólo quiero acentuar que, sin dudas, ese “sueño” (todavía no sabemos, si realizable o irrealizable) de Marx, Engels y de sus diversos seguidores e intérpretes también nutrió las diversas utopías de la Revolución Cubana que triunfó el primero de enero de 1959; entendiendo esas utopías –junto con Franz Hinkelammert— como “la permanente crítica del presente, a partir de las perennes esperanzas en un futuro mejor”.
En esa comprensión, y hablando en términos filosóficos, cualquier utopía siempre ha sido y será una negación de la negación, en tanto aún en los casos en que puedan convertirse total o parcialmente en realidad, siempre será el punto de partida para la elaboración nuevos “sueños”, de nuevas utopías. Como indicó Fidel Castro en su célebre entrevista con Tomás Borges, publicada por primera vez en 1992 con el título Un grano de maíz, “[si] en nuestro país, hemos visto convertidos en realidades muchos sueños de ayer […] Y si hemos visto utopías que se han hecho realidades, tenemos derecho a seguir pensando en sueños que algún día serán realidades, tanto a nivel nacional como a nivel mundial”. Y agregó:
No tenemos otra alternativa que soñar, seguir soñando, y soñar, además, con la esperanza de que ese mundo mejor tiene que ser realidad, y será realidad si luchamos por él. El hombre no puede renunciar nunca a los sueños, el hombre no puede renunciar nunca a las utopías. Es que luchar por una utopía es, en parte, construirla.
Y es desde esas perspectivas políticas, teóricas, metodológicas y epistemológicas que en mis indagaciones acerca de la cincuentenaria historia de la Revolución Cubana, me he propuesto sintetizar las que ahora denomino sus “cuatro utopías fundacionales”. No tengo tiempo para describir el inconcluso transcurrir de mis indagaciones (particularmente sobre el pensamiento y la praxis de todas las organizaciones revolucionarias que lucharon contra la dictadura de Fulgencio Batista y que, a partir de 1965, fundaron e integraron el actual Partido Comunista de Cuba), ni todos los datos que fundamentan mis tesis e hipótesis.
Sin embargo, en el lenguaje actual –que no siempre es idéntico al empleado en años anteriores—, y partiendo de lo que he avanzado en mis estudios e investigaciones me siento en capacidad de decir que esas utopías, interrelacionadas entre sí y sin orden de prelación, fueron, y en mayor o menor medida, siguen siendo las siguientes:
Primera, la utopía de un mundo post-colonial, post-neocolonial, post-capitalista, post-imperialista y, por tanto, “gobernado” por un Sistema Internacional de Estados, justo, democrático, solidario, así como “post-bipolar” o, como se le llama ahora, confundiendo “la hegemonía”, con “la polaridad”: “post-unipolar” o “multipolar”. Como se demostró en otros momentos de la historia un sistema internacional puede cumplir ese requisito y, sin embargo, estar hegemonizado por una o más potencias.
Cualesquiera que sean sus coincidencias o discrepancias con esa afirmación, en ese orden, desde los primeros meses del propio año 1959 y sin negar que la contradicción fundamental, pero no única de la época era la existente entre el capitalismo y el socialismo, la Revolución Cubana fue portadora de una crítica teórico-práctica a la mal llamada “bipolaridad Este-Oeste” que tipificó, al menos, el mundo de la que Roberto González llamó “primera guerra fría”. [2]
Ello explica, entre otras cosas, las claras posturas anti-colonialistas, anti-neocolonialistas y antiimperialistas del liderazgo político-estatal cubano, así como las múltiples diferencias de enfoques sobre diversos problemas internacionales (por ejemplo, la coexistencia pacífica) que, con intensidad variada, se presentaron entre el segundo Gobierno Provisional Revolucionario Cubano (presidido entre el 17 de julio de 1959 y el 3 de diciembre de 1976 por el doctor Osvaldo Dorticós Torrado) con los liderazgos político-estatales del entonces llamado “campo socialista” y en particular con los gobiernos de la URSS, de las democracias populares este-europeas (incluidos las de Yugoslavia y Albania) y de la República Popular China. En la opinión del gobierno cubano y, a partir de 1965, de la dirección del Partido Comunista de Cuba los enfoques de esas potencias del llamado “Segundo mundo” no tomaban suficientemente en cuenta los problemas del mundo subdesarrollado y dependiente del “Primer mundo”; en particular de los Estados nacionales o multinacionales que por entonces habían emprendido el complejo camino de su liberación nacional y social.
Lo antes dicho explica la rápida identificación de la Revolución Cubana con los propósitos de la Conferencia Afroasiática efectuada en Bandung de 1955 y el impulso que a fines de 1959 le imprimió el gobierno provisional revolucionario antes mencionado a la frustrada convocatoria de una Conferencia de la ONU dirigida a analizar los problemas que afectaban a los que llamó “países sub-industrializados”. También explica la participación de Cuba en la fundación del Movimiento de Países No Alineados (MPNOAL), realizada en Belgrado, Yugoslavia, en 1961, al igual que el inmenso esfuerzo realizado por las autoridades político-estatales cubanas en la organización de la Primera Conferencia de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina celebrada en La Habana en enero de 1966. Parafraseando los términos utilizados por el comandante Ernesto Che Guevara en su famoso ensayo publicado en abril de 1961, esa conferencia fue convocada desde el criterio de que la Revolución Cubana no era “una excepción histórica”, sino “vanguardia en las luchas anti-colonialistas” que entonces se desarrollaban en todo el mundo.
No tengo que decirles a ustedes que –a pesar de todos los cambios mundiales que se han producido desde 1959 hasta la actualidad— esa utopía de un mundo post-colonial, post-neocolonial, post-capitalista, post-imperialista y, por tanto, de un Sistema Internacional de Estados democrático, solidario, así como “multipolar”, en los que puedan garantizar sus intereses todos los Estados y pueblos del otrora llamado Tercer mundo, sigue guiando la teoría y la praxis de la que en varios de mis escritos he definido como la proyección externa de la que, siguiendo a Marx, prefiero llamar “transición socialista cubana”. [3]
Basta mirar la activa participación de los sucesivos gobiernos revolucionarios cubanos en la labores del MPNOAL, [4] en el llamado Grupo de los 77 más China, así como en los diversos grupos de países subdesarrollados que actúan en los diversos ámbitos del sistema de la ONU, en la Organización Mundial de Comercio o, para hablar de un hecho actual, en las reuniones preparatorias de la Cumbre sobre el Cambio Climático que, en los próximos días, se celebrará en Copenhague.
En esos y en otros ámbitos, la proyección externa de la Revolución Cubana también sigue guiada por la que en esta enumeración llamaré “la segunda utopía fundacional de la Revolución Cubana”: la unidad –o si ustedes prefieren— la integración económica y política de América Latina y el Caribe. El abordaje de este tema fue el centro de mi contribución a las labores del Grupo de Trabajo de CLACSO “Bicentenario: Dos siglos de revoluciones a la luz del presente”. El ensayo que aparece en el libro ya publicado en Argentina lo titulé “Las utopías nuestra americanas de la Revolución Cubana: una aproximación lógico-histórica”.
En ese ensayo recuerdo que esa utopía vinculada a la imprescindible unidad de Nuestra América, “liberada de dominaciones externas y de opresiones internas” –como se expresó en la primera Constitución socialista de la República de Cuba, aprobada plebiscitariamente en 1976— hunde sus raíces en la que Miguel D’Estafano denominó “diplomacia mambisa” desplegada por los más lúcidos dirigentes políticos y militares de la “guerra de los diez años” (1868-1878) y de la “guerra necesaria” (1895-1898). En particular, en el ideario libertario, emancipador, anti-colonialista, antillanista, latinoamericanista y precozmente antiimperialista de Máximo Gómez, de Antonio Maceo y de José Martí; quien, siguiendo los pasos de los que él llamó “tres héroes” de las luchas por la primera independencia de Nuestra América (Hidalgo, San Martín y Bolívar), así como pocos días antes de caer en combate el 19 de mayo de 1895, dejó expreso que toda su labor –incluidas su radical oposición al entonces naciente “panamericanismo” y la fundación en 1891 del Partido Revolucionario Cubano con el propósito de liberar a Cuba y de contribuir a la liberación de Puerto Rico del dominio colonial español— perseguía “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
No obstante sus discrepancias ideológicas, programáticas, estratégicas y tácticas, ese aldabonazo martiano guió a todos y a todas las revolucionarias y revolucionarios, nacidos o no en Cuba, que entre 1902 y 1952 lucharon contra el orden neocolonial instaurado en nuestro país por el imperialismo estadounidense, así como por los representantes políticos, militares e intelectuales de las clases dominantes criollas, incluidos los de la “burguesía nacional”. En el ideario de esos revolucionarios y revolucionarias –entre ellos y ellas, los y las militantes del primer Partido Comunista de Cuba, fundado en 1925 y posteriormente nombrado Partido Socialista Popular (PSP), de las organizaciones de la IV Internacional (trotskista), así como l os y las más consecuente seguidores del pensamiento y la praxis popular y antiimperialista del ex ministro del llamado “gobierno de los 100 días” (1933) y fundador de la Joven Cuba , Antonio Guiteras Holmes— las contiendas liberadoras y emancipadoras que se desarrollaban en el archipiélago cubano era parte consustancial, intrínsecas y, por tanto, estaban ínter vinculadas con las simultáneas luchas por la democracia y la liberación nacional y social que se desplegaban en otras partes del mundo y, en especial, en los territorios colonizados y en los Estados formalmente independientes de la que, en 1953, el joven Ernesto Guevara de la Serna llamó “nuestra Mayúscula América”.
Ese legado fue recogido por la Generación del Centenario del natalicio de José Martí (28 de enero de 1953) y, en particular, por los y las que –luego del frustrado asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes (1953)— fundaron en 1955 el Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7). Siguiendo lo planteado por su máximo dirigente, Fidel Castro, en su célebre alegato conocido como La historia me absolverá, en el programa de esa organización político-militar quedó latente la idea de que, cuando triunfara la Revolución por ellos iniciada, “l a política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del continente y que los perseguidos políticos por las sangrientas dictaduras que oprimen a la naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí […] asilo generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo”.
Esa visión estuvo presente en los diversos acuerdos que elaboró la máxima dirección del MR-26-7 y, entre 1957 y 1958, la Comandancia General del Ejército Rebelde (ER) con diferentes organizaciones políticas; pero en especial con las demás organizaciones de la izquierda política y social que paulatinamente se fueron sumando a la lucha armada revolucionaria contra la dictadura de Fulgencio Batista (1952-1958). Entre ellas, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo (DR-13-M) y el Partido Socialista Popular: organizaciones que, con sus propios horizontes programáticos, estratégicos y tácticos, así como con sus propios lenguajes también coincidían con los ideales libertarios y solidarios antes referidos.
De ahí que, tan tempranamente como en el discurso que pronunció en la Plaza del Silencio de Caracas el 23 de enero de enero de 1959, el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, pudiera convocar a la unidad de todos “los pueblos democráticos” del continente americano y a recuperar el pensamiento de El Libertador Simón Bolívar. También que pocos meses después, durante el primer recorrido que realizó en su carácter de Primer Ministro por diferentes países de América Latina, pudiera expresar la disposición del primer Gobierno Provisional Revolucionario (el encabezado por el timorato magistrado Manuel Urrutia Lleó) a incorporarse a un Mercado Común de América Latina, necesario para superar progresivamente el sub-desarrollo y la balcanización del continente.
Sin embargo, como demostró Carlos Lechuga en su libro Itinerario de una farsa, tal disposición, reiterada por el segundo Gobierno Provisional Revolucionario en 1962, no pudo materializarse a causa de la agresividad contra los hechos revolucionarios cubanos del imperialismo estadounidense y de la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos de la época. Por consiguiente, la utopía de la unidad y la integración económica y política de Nuestra América quedó condicionada a la descolonización del Caribe insular y continental, así como al resultado más o menos inmediato de las multiformes luchas “antiimperialistas y anti-feudales” que –según constataron la Primera y Segunda Declaración de La Habana, así como la Declaración de Santiago de Cuba de 1964— se estaban desarrollando en todo el continente.
Con vistas a estimular esa luchas y a tratar de congregar a todos los “actores” sociales y políticos en ellas implicados, antes o después de diversos eventos que reunieron a dirigentes femeninas, sindicales, campesinos, así como de la juventud y estudiantado, se realizó en Cuba, en 1964, la Conferencia de Partido Comunistas de América Latina, así como tres años más tarde la Primera (y a la postre única) Conferencia de Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) fundada en enero de 1966.
En la Proclama de esa conferencia, al igual que en la teoría y la práctica de sucesivos gobiernos revolucionarios cubanos, quedó establecido que la Revolución Latinoamericana era un prerrequisito para la integración económica y política de ese continente: concepto que sólo sufrió ciertas modificaciones a partir de la segunda mitad de la década de 1980. En efecto, a partir de la llamada “batalla contra la deuda externa”, la integración de América Latina y el Caribe fue considerada por Fidel Castro como condición necesaria, aunque sin dudas insuficiente, para realizar los profundas cambios internos y externos que demandaba el continente, así como para la edificación del entonces llamado “nuevo orden económico” mundial.
Lo dicho contribuye a explicar la consistente condena de sucesivos gobiernos revolucionarios cubanos a los principales órganos del Sistema Interamericano, [5] así como el reciente rechazo del presidente Raúl Castro al retorno de Cuba a la Organización de Estados Americanos (OEA). También explica la progresiva incorporación y la activa participación del gobierno cubano en los diferentes acuerdos latinoamericanos y caribeños de concertación política, cooperación e integración económica institucionalizados desde la fundación del Sistema Económico Latinoamericano (SELA) hasta la actualidad; entre los cuales –como ya se hecho en este evento— siempre habrá que destacar la ahora llamada Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio entre los Pueblos (ALBA-TCP), cuyo primer lustro se celebrará en su Cumbre Extraordinaria que se realizará en La Habana a fines de este año.
No tengo que decir que esas evoluciones de la antes mencionadas utopías de la Revolución Cubana pudieron realizarse gracias a los diversos cambios ocurridos en el continente; pero, sobre todo, porque en los años previos el sujeto popular cubano, sus organizaciones sociales y de masas, así como sus sucesivas vanguardias políticas –las Organizaciones Revolucionarias Integradas, el Partido Unido de la Revolución Socialista y, a partir de 1965, el Partido Comunista de Cuba—, al igual que sus gobiernos revolucionarios habían demostrado su capacidad para derrotar las multifacéticas agresiones del imperialismo estadounidense y sus aliados continentales y extra-continentales, así como para avanzar en la definición y en la paulatina realización de las otras dos utopías fundacionales de la Revolución Cubana: las que llamo las utopías de una democracia y un socialismo diferente o, si ustedes prefieren, la utopía de una democracia socialista diferente a la que entonces se estaban construyendo en la URSS, en los diversos países de Europa Central y Oriental, al igual que en la República Popular China, en la República Popular y Democrática de Corea y en Vietnam.
Como en diferentes ocasiones y con sus propios vocabularios y lenguajes expresaron los principales dirigentes de la Revolución Cubana durante la década de 1960, el socialismo que se estaba construyendo y que se quería construir en la mayor de las Antillas no podía, ni debía ser ni calco, ni copia de ninguna de esas transiciones socialistas. Sin dudas, siguiendo la prédica de Fidel Castro, el dirigente revolucionario que con mayor claridad expresó públicamente esas ideas fue el comandante Ernesto Che Guevara; quien –luego de estimular y participar en el que ahora se llama “el Gran Debate” acerca de las características propias que debía tener la transición socialista cubana, así como de haber pronunciado su famoso discurso en el Seminario Económico de Solidaridad Afroasiática, realizado en Argel en febrero de 1965— en El socialismo y el hombre en Cuba publicado por primera vez en marzo de ese año expresó, entre otras ideas que veremos después, las siguientes:
El socialismo es joven y tiene errores. Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo del hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó.
Gracias a las investigaciones sobre el pensamiento económico del Che publicadas por Carlos Tablada, así como a las investigaciones y testimonios de Orlando Borrego ahora sabemos que, detrás de esas palabras y de otros pronunciamientos que aparecen en el propio ensayo, se encontraban las reflexiones realizadas por el ahora llamado Guerrillero Heroico sobre los inmensos desafíos internos y externos, teóricos y prácticos que acechaban a los después llamados “socialismos reales europeos”. Así, en la fundamentación del nuevo Manual de Economía Política que se había propuesto escribir, dejó indicado:
Creemos importante la tarea porque la investigación marxista en el campo de la economía está marchando por peligrosos derroteros. Al dogmatismo intransigente de la época de Stalin, ha sucedido un pragmatismo inconsistente. Y, lo que es trágico, esto no se refiere sólo a un campo determinado de la ciencia; sucede en todos los aspectos de la vida de los pueblos socialistas, creando perturbaciones enormemente dañinas pero cuyos resultados finales son incalculables.
Desgraciadamente, poco más de dos décadas después de su caída en combate y su desaparición física, la vida le dio la razón: se desmoronaron las mal llamadas “democracias populares europeas” y se produjo la implosión de la supuestamente invencible Unión Soviética. No es este el contexto para referir mis consideraciones acerca de las causas de esa tragedia, ni tampoco para hablar de las grandes vicisitudes que vivió la República Popular China después de la muerte de Mao Zedong; pero si me parece necesario recordar que, muchos antes de esos acontecimientos, diversos dirigentes de la Revolución Cubana también habían propugnado la necesidad de edificar una democracia totalmente diferente, tanto a las democracias liberales burguesas representativas existentes en algunos pocos países de América Latina y el Caribe, como a las democracias socialistas entonces existentes.
A las primeras se le achacaban con toda razón sus corrupciones, sus exclusiones, sus discriminaciones, sus represiones y su proverbial incapacidad para resolver los inmensos problemas socio-económicos que, en mayor o menor medida, padecían todos los pueblos de ese continente; mientras que a las segundas se les criticaban su burocratización y sus incapacidades para lograr la participación consciente de sus ciudadanos y sus ciudadanas en todas las tareas vinculadas a la que el Che llamó “construcción simultánea del socialismo y el comunismo”. Por eso, entre otras razones que ahora no tengo tiempo de abordar, en El socialismo y el hombre en Cuba indicó:
En la imagen de las multitudes marchando hacia el futuro, encaja el concepto de institucionalización como el de un conjunto armónico de canales, escalones, represas, aparatos bien aceitados que permitan esa marcha […]/ Esta institucionalidad de la Revolución todavía no se ha logrado. Buscamos algo nuevo que permita la perfecta identificación entre el Gobierno y la comunidad en su conjunto, ajustada a las condiciones peculiares de la construcción del socialismo y huyendo al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa, trasplantados a la sociedad en formación (como las cámaras legislativas, por ejemplo). Se han hecho algunas experiencias dedicadas a crear paulatinamente la institucionalización de la Revolución, pero sin demasiada prisa. El freno mayor que hemos tenido ha sido el miedo a que cualquier aspecto formal nos separe de las masas y del individuo, nos haga perder de vista la última y más importante ambición revolucionaria que es el hombre liberado de su enajenación.
Creo que todos y todas los aquí reunidos sabemos que en nuestro país todavía no se ha logrado esa “importante ambición revolucionaria”. También que no siempre se ha logrado, ni se logra “la perfecta identificación entre el Gobierno y la comunidad en su conjunto”, ni el funcionamiento “armónico de los canales, escalones, represas y aparatos bien aceitados” que permitan la marcha “de las multitudes –de las masas y los individuos—hacia el futuro”. No tengo tiempo para expresar mis reflexiones acerca de las múltiples causas endógenas y exógenas que han determinado y todavía determinan esas debilidades de la transición socialista cubana. Tampoco tengo tiempo para referir las implicaciones que en esa situación tuvo y todavía tiene en nuestra sociedad y en nuestro sistema político el calco y la copia del llamado “modelo soviético”, al igual que los efectos previsibles –deseados o no deseados— de las diversas estrategias dirigidas a enfrentar y, en la medida de lo posible, superar el llamado “período especial en tiempo de paz”.
Sin embargo, en la lógica de esta exposición me parece importante indicar que si la Revolución Cubana logró sobrevivir al derrumbe de los que Carlos Rafael Rodríguez llamó “los falsos socialismos europeos” y a lo que en los primeros años de la década de 1990 Fidel Castro llamó “el doble bloqueo” fue, entre otras razones, por los avances que, en los años previos, se habían logrado en la institucionalización de la democracia socialista cubana y por las diferencias existentes entre sus principales instituciones con las que habían predominado en los socialismos europeos, al igual que en la República Popular China, en la República Democrática de Corea y en la ya denominada República Socialista de Vietnam. Igualmente por los avances democráticos que se produjeron en la institucionalidad del país después del IV Congreso del PCC y de las reformas que se produjeron en la Constitución de 1976 y subsiguientemente en las leyes electorales del país.
Obviamente, a lo dicho también tenemos que agregar –con letras de oro— el heroísmo cotidiano del pueblo cubano, la capacidad de sus diversas organizaciones representativas y de su liderazgo político-estatal para de manera cíclica criticar y autocriticar algunos de los errores (en mi opinión, no todos) que se cometieron durante la década de 1960 y, en particular, durante la llamada “ofensiva revolucionaria”, así como las y los que, en los últimos años de la década de 1980 –es decir, durante la Rectificación--, se llamaron “errores y tendencias negativas” existentes en nuestra sociedad y en nuestro sistema político.
Esa capacidad crítica y autocrítica --que me resisto a identificar con la manida expresión del “perfeccionamiento de nuestra sociedad”; ya que en mi opinión hay fallas que no son perfectibles y que, por tanto, deben ser totalmente erradicadas— en la actualidad está nuevamente sometida a duras pruebas. Como adelanté en mi libro El siglo XXI: Posibilidades y desafíos de la Revolución Cubana (publicado por la Editorial de Ciencias Sociales en el 2000), este proceso crítico y autocrítico implica el reverdecimiento y la actualización de todas sus utopías fundacionales; pero en primer lugar, las vinculadas a las diversas dimensiones de lo que en ese libro llamo “un socialismo más bonito y mejor que el que hasta ahora hemos conocido”. Socialismo que para mí es inconcebible sin la profundización de la democracia, sin la desburocratización y descentralización, así como, por tanto, sin la participación de los diversos sectores de la ciudadanía en la adopción de las decisiones vinculadas a los diversos asuntos que le incumben y afectan. Pero, en mi reiterada opinión, esa actualización debe emprenderse sin hacerle ninguna concesión “al posibilismo” que, como se ha demostrado a lo largo de la historia, tantas implicaciones negativas ha tenido para el desarrollo de la teoría y la práctica revolucionaria.
De más está decir, porque ya lo ha dicho el Presidente del Consejo de Estado y de Ministros y Segundo Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, Raúl Castro, que en la actualización de esas utopías tienen que participar todos, absolutamente todos los sectores del cada vez más heterogéneo sujeto popular cubano; y en primer lugar, las nuevas generaciones. Como dijo el Che en el ensayo que he citado varias veces, ellas son “la arcilla principal de nuestra obra”; en ellas “depositamos nuestra esperanza”, a la vez que las preparamos para “tomar de nuestras manos la bandera”. En mi opinión para que ese deseado relevo generacional pueda realizarse sin los traumatismos que caracterizaron otras transiciones socialistas, es imprescindible propiciar y permitir que las y los jóvenes cubanas y cubanos de manera individual y como sujeto social y político elaboren sus propios conceptos y sueños acerca del socialismo del futuro. Así lo hicieron –con mayores o menores grados de acierto y error— todas las generaciones precedentes.
Y nuevamente parafraseando al Che, para que ese socialismo sea genuino tendrá que ser “una rebelión contra las oligarquías y los dogmas revolucionarios”, propios y ajenos. Mucho más porque su porvenir y el de la transición socialista cubana estará íntimamente vinculado a las inciertas soluciones de la ya referida crisis multidimensional que afecta al planeta Tierra y, en plazos más cortos, al desenlace de la enardecida dinámica entre la revolución, la reforma, el reformismo, la contrarreforma y la contrarrevolución que, otra vez, se está desplegando en América Latina y el Caribe.
A pesar de las debilidades que afectan a todos los gobiernos revolucionarios, reformadores, reformistas o simplemente progresistas actualmente instalados en ese continente, así como a los diversos destacamentos de sus llamadas “vieja” y “nueva” izquierda política, social e intelectual, al igual que a causa de las simultáneas amenazas que a todos ellos les plantea la actual crisis que afecta a la economía capitalista y la nueva contraofensiva del “capital contra el trabajo y del Norte –encabezado por el imperialismo estadounidense— contra el Sur”, la Revolución Cubana sigue obligada a defender y proyectar, en las nuevas condiciones, su ya referidas utopías vinculadas a la edificación de “un mundo mejor”. Asimismo, a la unidad y a la integración económica y política de América Latina y el Caribe; ya que, como dijo Fidel Castro en su discurso de clausura del IV Encuentro del Foro de Sao Paolo efectuado en La Habana en 1993: “ Es deber de la izquierda, […] crear conciencia de la necesidad de la integración y de la unión de América Latina”. Y agregó:
¿Qué menos podemos hacer nosotros y qué menos puede hacer la izquierda de América Latina que crear una conciencia en favor de la unidad? Eso debiera estar inscrito en las banderas de la izquierda. Con socialismo y sin socialismo. Aquellos que piensen que el socialismo es una posibilidad y quieren luchar por el socialismo [bienvenidos sean], pero aun aquellos que no conciban el socialismo, aun como países capitalistas, ningún porvenir tendríamos sin la unidad y sin la integración.
En mi concepto esto último explica la disposición del gobierno cubano a participar en cualquier acuerdo de concertación política y cooperación económica estrictamente latinoamericano y/o caribeño aunque no tengan los horizontes programáticos, así como las matrices político-jurídicas e ideológico-culturales históricamente defendidas por la Revolución Cubana. Lo mismo puede decirse de las instancias organizativas de la “nueva” y la “vieja izquierda” política, social e intelectual del continente americano en las que participan el Partido Comunista de Cuba o las organizaciones de raigambre popular que actúan en la sociedad civil y la sociedad política cubanas.
De esa unidad en la diversidad de las naciones y los pueblos de la que sus originarios o aborígenes llaman Abya Yala, de esa unidad en la heterogeneidad de su “nueva” y “vieja” izquierda política, social e intelectual, así como de esa unidad entre los gobiernos latinoamericanos y caribeños, más o menos reformadores, revolucionarios o progresistas instaurados o que en el futuro se instauren en la que a Raúl Roa le gustaba llamar “nuestra súper patria común”, mucho dependerá que en el futuro previsible la Revolución Cubana pueda continuar siendo “un baluarte de libertad”, al igual que una democracia socialista diferente que, a la vez, pueda ver finalmente realizada su anhelada y cada vez más necesaria integración económica y política con Nuestra Mayúscula América. Como reza la Constitución vigente en nuestro país, tal integración será condición necesaria para “lograr la verdadera independencia” y para “alcanzar el lugar que nos corresponde en el mundo”.
De ahí la vigencia de lo planteado por José Martí en su célebre ensayo Nuestra América: “Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según acaricie el capricho de la luz, o lo tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes”.
Muchas gracias.
* Conferencia pronunciada en el taller “Bicentenario de la primera independencia de América Latina y el Caribe”/ Instituto de Historia de Cuba, 14 de Noviembre del 2009.
[1] Luis Suárez ex Licenciado en Ciencias Políticas, Doctor en Ciencias Sociológicas y Doctor en Ciencias; escritor y Profesor Titular (a tiempo parcial) del Instituto Superior de Relaciones Internacionales y de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana. Integrante del Consejo de ex presidentes de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS) y de los Grupos de Trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) “Estudios sobre Estados Unidos” y “Bicentenario: Dos siglos de revoluciones a la luz del presente”.
[2] En mi concepto ese término, desconocía, al menos, la existencia del entonces llamado “Tercer Mundo”: “polo” totalmente diferenciado del primero y del segundo. Del mismo modo que la polaridad Norte-Sur que adquirió entidad en la llamada “segunda guerra fría” desconocía las diferencias existentes, tanto en el Norte, como en el Sur.
[3] Como en otros de mis textos (El siglo XXI: Posibilidades y desafíos para la Revolución Cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2000) utilizó el concepto proyección externa, en vez de política exterior, para connotar elementos y definiciones de la política interna, económica e ideológico-cultural que, sin dudas, han influido, influyen e influirán en el cumplimiento de los objetivos estratégicos de las interacciones de esa revolución con los diferentes sujetos sociales y políticos, estatales y no estatales, que actúan en el sistema y la economía mundo. Igualmente, para incluir en mi análisis la actividad de diversas organizaciones populares de la sociedad política y civil que, con independencia de la labor del Estado, participan en el diseño y la aplicación de la política internacional cubana.
[4] En la prolija literatura existente sobre la Revolución Cubana es usual mencionar en singular al gobierno cubano. Esas referencias desconocen que, desde el triunfo de la Revolución, en Cuba se han instalado nueve gobiernos: dos de ellos surgidos de las modificaciones que introdujo el Gobierno Revolucionario a la Constitución de 1940 y siete como fruto de las elecciones generales quinquenalmente efectuadas desde 1976 hasta la actualidad sobre la base de la Constitución de la República aprobada en 1976 y parcialmente reformada en 1992 y 2003. El primero de esos gobiernos fue presidido por el timorato magistrado Manuel Urrutia Lleó y el segundo por el doctor Oswaldo Dorticós Torrado. Luego de las elecciones generales de 1976, resultó electo por primera vez por la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP), como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, el hasta entonces Primer Ministro Fidel Castro; quien sucesivamente fue reelecto por el propio órgano luego de las elecciones generales realizadas en 1981-1982, 1986-1987, 1992-1993, 1997-1998 y 2002-2003. En las elecciones generales realizadas en 2007-2008, la ANPP eligió como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros al general de Ejército Raúl Castro.
[5] El Sistema Interamericano está conformado por un entramado de diversas instituciones políticas, jurídicas, político-militares y económico-sociales. Dentro de estas últimas, la más importante es la Organización Panamericana de la Salud (OPS), de la cual el gobierno cubano nunca fue expulsado. Por el contrario, como reconocimiento a la labor favorable a la salud pública de su población y de otros pueblos latinoamericanos y caribeños, los representantes oficiales cubanos han ocupado diversos cargos de dirección de esa organización, incluida una de sus vice-presidencias.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=99752
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