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martes, 3 de noviembre de 2009

Poderosa «excelencia»


Poderosa «excelencia»
Xavier Besalú
Profesor de Pedagogía de la UDG


Lo leía en el suplemento de libros: hay que tener cuidado con las palabras porque, al fin y al cabo, son ellas las que acaban inventando las realidades. Son poderosas y taumatúrgicas: capaces de revestir las mentiras con piel de verdad, de adornar de amabilidad las píldoras más amargas. Una de estas palabras peligrosas es excelencia. Lo hemos oído a diestro y siniestro en boca de consejeros y ministros, de directores y gerentes. Suena la mar de bien (todos hemos introyectado que «excelente» es la mejor nota), sinónimo como es de superioridad, de perfección, de magnificencia.


Por encima de todo, la excelencia evoca la distinción, la diferenciación, la selección, porque justamente el valor de la excelencia es que no está al alcance de todos, es sólo para unos pocos, privilegiados y excelsos, que sobresalen de la mayoría, que destacan de la medianía general, que se alejan de la insignificancia. En la práctica, el norte de la excelencia se traduce en prácticas de exclusión: de eliminación de aquellos elementos que nos pueden hacer perder puntos, de supresión de los ámbitos más complejos y expresivos, de centrarse en lo que los auditores externos pueden comprobar (que, como se ha demostrado en el caso Palau de la Música y en tantos otros casos, poco tiene que ver con la realidad), de focalización en aquellos aspectos que ofrecen más brillo y que más puntúan en el ranking de los valores en alza y los futuros consumidores o clientes.


El problema es que la exclusión es exactamente lo contrario de la inclusión, de la integración, de la escuela para todos, de un servicio universal, de un derecho humano reconocido, que no sólo no pone ninguna condición de entrada , sino que afirma con convencimiento que el sistema educativo es un dispositivo capaz de garantizar que todos los niños y jóvenes adquirirán las competencias imprescindibles para ir por el mundo con libertad y autonomía (y por eso dedicará más tiempo, recursos y esfuerzos a aquellos que más lo necesiten, sean discapacitados, vecinos de un lugar remoto o extranjeros recién llegados), y de estimular al máximo las capacidades, las habilidades y los intereses de cada uno. Si el cebo de la excelencia debe servir para aplastar a los que tienen más dificultades, para eliminar a los que necesitan más tiempo, conviene que se sepa, más allá de la bondad aparente de las palabras. Y es que la distinción que ofrece la excelencia ha caído en campo abonado: en tiempos de incertidumbres, de inseguridades, de inercias centenarias y de complejidades crecientes, ofrece un camino claro y atractivo, muestra una simplicidad limpia y comprensible y nos dice que todo depende de nosotros mismos, independientemente de nuestras adscripciones de clase, de género, de origen ..., que no serían sino un lastre anacrónico y ligero.


¿En qué se traducen las políticas de excelencia en el campo educativo? En una cooptación desinhibida de conceptos y emblemas provenientes del mundo progresista para llenarlos de contenidos que no tienen nada que ver con el original. Una intensificación de las metodologías y técnicas más tradicionales (eso sí, revestidas de ordenadores y pizarras digitales) una vez tergiversadas y ridiculizadas sin reparos las pedagogías progresistas. Una inclinación hacia las materias consideradas sólidas e instrumentales, y una reducción drástica de las materias más expresivas, más humanizadoras, aparentemente menos utilitarias: las nuevas y viejas marías. Un énfasis en las evaluaciones internas y externas, de manera que todo el tiempo escolar se vaya convirtiendo en un periodo de entrenamiento para superar estas pruebas, que son las que terminan por marcar el currículum y para determinar qué es lo que interesa y qué no , presentadas como la solución de todos los males. Una mercantilización de los centros educativos, presentados como establecimientos (tipo supermercado) que compiten entre ellos para atraer a los mejores consumidores (aquí no serían, en principio, los que tienen más poder de consumo, sino las familias con los "mejores alumnos") y por eso deben hacer ofertas diferenciadas (en forma de inglés desde parvulario; de piscina dentro del mismo recinto), se ven obligados a hacer publicidad explícita y subliminal (aquí no escolarizamos extranjeros, o el 100% del alumnado aprueba la selectividad). Una descentralización presentada como autonomía que no es tal (¿qué autonomía pueden tener los centros cuando su profesorado no se constituye en función de un proyecto?). Ni otorga más competencias a los ayuntamientos y más bien parece una medida encaminada a quitarse responsabilidades de encima por parte del gobierno, responsable último del servicio educativo, y culpabilizar a los centros de todos los males que les aquejan.


El drama es que de palabras poderosas y que necesitarían un esfuerzo mayor de interpretación hay cada vez más en el mundo educativo: ¿quién podría estar en contra de las políticas de calidad? Pero si nos detenemos a analizar en qué se traducen en la práctica, serían muchas las cosas que decir ... ¿Quién abominaría de la eficacia, si quisiera decir simplemente cumplir lo que se predica? Pero no: sabemos muy bien que en nombre de la eficacia se sacrifican un montón de cosas importantes ...


El Punt, 19/10/09


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