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miércoles, 21 de octubre de 2009

Los debates del Bicentenario


Los debates del Bicentenario
Víctor Orozco
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18/10/09

La revista Nexos dedicó buena parte de su último número a discutir el tema del bicentenario de la independencia. Un nutrido grupo de escritores, historiadores los más, bordaron sobre la significación que tiene o tuvo la guerra de independencia. Debemos congratularnos por estas polémicas, pues una nación que no debate sobre su pasado, se incapacita para labrarse un futuro. Comento en esta nota dos de los artículos, escogidos con franca arbitrariedad, uno porque me gustó, el de Luis Medina Peña y otro porque no me gustó, el de Luis González de Alba. Lo del gusto es una manera coloquial de decir que en el primero sus planteamientos me parecieron lúcidos, esclarecedores para entender el México actual y que en el segundo, se me antojaron viejos, triviales y gastados.

Medina Peña pone, como en columnas de una tabla, las dos versiones que han disputado en la ya larga historia nacional: la del liberalismo y la del conservadurismo. Las resumo de esta manera: la primera exalta el mundo prehispánico y advierte tres grandes momentos posteriores, la independencia, la reforma y la revolución, con sus respectivos héroes: Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero, Zapata, para mencionar a los de mayor notoriedad. Historiadores e ideólogos mayores: José María Luis Mora, Ignacio Ramírez, Vicente Riva Palacio, Justo Sierra.

La versión conservadora por su parte, habla de dos patrias sucesivas e inseparables: la Nueva España y México de 1821 en adelante. Los hechos fundamentales fueron la conquista y la independencia, ésta última llevada a cabo en dos etapas, la primera destructiva de 1810 a 1821 y la segunda incruenta que duró apenas siete meses. La siguiente fase culminó con el triunfo liberal gracias al apoyo de potencias extranjeras y las dictaduras de Juárez y Lerdo. El porfiriato es visto con benevolencia por la protección brindada a la iglesia católica y la revolución como una prolongación y exageración del liberalismo. ¿Héroes?, me pregunto, quizá Iturbide y los santos cristeros. Historiadores e ideólogos de mayor calado: Lucas Alamán y José Vasconcelos.

Tal vez el punto de mayor interés en esta disputa histórica está en discernir la razón por la cual se impuso la versión liberal. Una respuesta con visos de obviedad, diría que fue porque triunfó en la guerra civil. Sin embargo, desde 1821 hasta el 1 de enero de 1861, cuando el ejército comandado por Jesús González Ortega entró en la ciudad de México, los conservadores tuvieron el mando la mayor parte del tiempo. En todos estos años y aún durante el fugaz imperio de Maximiliano, a pesar de la opinión adversa de éste, sus ideólogos batallaron para colocar al caudillo de Iguala en el lugar privilegiado del panteón nacional, al tiempo que trataban de expulsar del mismo a Hidalgo y a los otros insurgentes, por haber promovido una abominable y sangrienta insurrección.

Tenían tras de sí a la iglesia católica, dominadora hegemónica de las conciencias, entonces, ¿qué les falló? Desde mi punto de vista, el haberse equivocado en una apuesta fundamental: nunca se comprometieron con el proyecto histórico de fundar y construir una nueva nación. Siguieron pensando que el barro heredado de la colonia no daba para moldear una entidad independiente, sino apenas un dominio, con algún prominente miembro de alguna casa real europea a la cabeza. Después de la derrota ante Estados Unidos, tal idea se convirtió en una obsesión, de allí el desencanto y el pesimismo que se advierte en los últimos escritos de Alamán. Y eso los llevó a afirmarse en la defensa irrestricta de las propiedades del clero, de los fueros eclesiástico y militar, de las grandes propiedades rurales, de la intolerancia religiosa. Tal era la herencia colonial.

¿Y la masa de rancheros, arrendatarios, arrieros, gambusinos, empleados de baja categoría, abogados pueblerinos, por muy católicos que fueren sus miembros, que pitos tocaba en esa orquesta, que ganaba? Nada positivo, pero sí se le garantizaba la bota de curas y soldados en el pescuezo. De allí que, quizá como dice un historiador militar, los ejércitos liberales derrotados durante casi toda la guerra de reforma, triunfaron al último por la pura fuerza del número: a finales de 1860, ya superaban a los soldados profesionales del ejército conservador en una proporción de tres a uno. Los radicales libertarios, nacionalistas, iconoclastas y hasta ateos como El Nigromante, a su vez, pusieron la levadura para levantar el pan. Sin sus plumas, sus discursos, sus desafíos, aventuras y proezas intelectuales, es imposible concebir el triunfo liberal.

El punto a discutir con Luis González de Alba es: ¿Que debemos conmemorar?: ¿El inicio de la lucha insurgente, que se convertiría en pugna por la independencia en el curso del decenio 1810-1820, o la declaración que hicieron Iturbide y sus aliados los clérigos, para esquivar los efectos de la revolución liberal española en 1821?. No vale la pena detenerse en sí Miguel Hidalgo llamó a la insurrección a las 11 de la noche del día 15 o en la mañana del 16, como dicen todos los historiadores que sucedió. El asunto es: ¿Dónde se fundan los títulos de la nación? ¿En una revolución social o en una conspiración militar?

Apenas se reunió el congreso general en 1821, los insurgentes o “hidalguistas” reclamaron como héroes fundadores a los de 1810 y ganaron la batalla. Desde entonces, cada 16 de septiembre sin faltar un solo año, se recordó la gesta y por cierto, si las ideas juegan un papel en la construcción de las sociedades, no cabe duda que muchos de los discursos pronunciados en estas ceremonias constituyen piezas literarias e históricas que bastante ayudaron a diseñar el cuerpo nacional. Traigo a la memoria los escritos leídos por José Fernando Ramírez en 1837 (Durango), por Ignacio L Vallarta en 1858 (Sayula) y por Ignacio Ramírez en 1861 (México). Cualquiera de ellos se encuentra a la altura de los redactados por los grandes pensadores de su tiempo.

No está por demás recordar que los franceses pusieron como día de fiesta nacional –por cierto después de un siglo de pugnas civiles- el 14 de julio, cuando se tomó la fortaleza de La Bastilla, para 1789 ya inútil. Los que consumaron la hazaña, más simbólica que de relevancia militar, desde luego que no tenían en mente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano Francés, a la que se arribó después. Y así podríamos recorrer historias nacionales y concluir que las revoluciones se precipitan en oleadas. La de 1810-1811 en México fue la primera y le siguieron otras que fueron formulando nuevos objetivos, sin perder su conexión con la revuelta inicial. También, sabremos así, que no hay patrones ni recetas para que los pueblos reconozcan fechas y acontecimientos como fundatorios.

Con referencia a los adalides de la insurgencia, mal hace Luis González en deturpar la personalidad de Morelos por incluir en el documento llamado los Sentimientos de la Nación la cita bíblica que consagra la intolerancia. Debería considerar que establecer el principio de la soberanía popular, (la suma de todo lo diabólico según el Vaticano de entonces), la supresión de las castas y de la esclavitud, un gobierno representativo, estaban en la dirección histórica que en Estados Unidos, en Francia o en Inglaterra, condujeron también a la libertad de conciencia. El Conde de Aranda a quien exalta para degradar a Morelos, nunca propuso ni de cerca, la libertad de conciencia para los súbditos del imperio, tan sólo constataba con gran lucidez, que Estados Unidos atraería una gran población gracias a esta institución.

Que recuerde, las primeras demandas de libertad de cultos en Iberoamérica, todavía tímidas, las formularon El Pensador Mexicano en la década de 1820 y con mayor claridad el ecuatoriano Vicente Rocafuerte durante su exilio en México hacia 1830. La propia Constitución Federal de 1824 reafirmó a la religión católica como única y la de 1857 no se atrevió a proclamar la libertad de cultos. Como se sabe, fue en una ley expedida por Benito Juárez donde se instituyó, hasta diciembre de 1860. Esta decisión política por cierto, nos puso delante de Francia y de España.

Bien valdría preguntarse, en torno a creencias y conductas de los héroes nacionales: ¿Acaso los norteamericanos mandan al muladar a sus “Padres Fundadores” porque todos ellos fueron esclavistas? ¿Hay que reprobar una conducta en Washington o en Jefferson, que sólo fue censurable para la generalidad varias décadas después de su tiempo y sus circunstancias? Pedirle al cura insurgente de 1813 algo diferente a la intolerancia religiosa, equivale a solicitarle peras al olmo y luego maldecirlo porque no las tiene.

Objeta Luis González que se hable de un México prehispánico. Es cierto, antes de la conquista había una multiplicidad de pueblos y lenguas en lo que después serían la Nueva España o el resto de los reinos y colonias americanas. Pero lo mismo ocurrió en Europa y en todas partes. Decir que a diferencia de México, España volvió a ser España después de la expulsión de los moros hacia finales del siglo XV, es por lo menos una desmesura. Igual que aquí allá vivían y combatían entre sí numerosos pueblos con lenguas diferentes. De seguro se habrían reído si alguien les hubiera dicho que todos eran “españoles”. Cómo bien lo dice Jaime Rodríguez, lo cierto es que del desmembramiento del imperio español al que condujeron las guerras de independencia, surgieron todas las naciones iberoamericanas y la misma nación española. No en balde, en 1814, cuando el infausto Fernando VII disolvió las cortes y anuló la Constitución de Cádiz, una turba azuzada por frailes destruyó en Madrid la estela conmemorativa de “La Pepa” cantando un estribillo: “Que vivan las cadenas, que viva la opresión, que viva el Rey Fernando y muera la nación”. Infamante como era, el versito decía una gran verdad: la existencia de la nación era incompatible con el viejo sistema patrimonialista.

¿Qué fue arbitrario el bautizarnos como mexicanos? Pues igual que los venezolanos o colombianos o argentinos o más atrás, americanos…, pero también igual que los italianos o los rusos o los franceses, en cuyos territorios no se generalizó el uso del italiano, el ruso o el francés sino hasta finales del siglo XIX. Quién sabe si otros nombres hubieran sido mejores, pero lo cierto es que los nuevos gentilicios “pegaron” con una rapidez inusitada y asumidos con orgullo por cabildos municipales y vecinos de los pueblos, que en toda Iberoamérica caminaban hasta ese momento sin nombre. También, tal vez la capital debió haber sido Querétaro, la otra ciudad que se sometió a la votación de los diputados constituyentes,… pero ganó la ciudad de México, no por ningún culto a los mexicas derrotados, como infiere Luis González de Alba, sino por razones muy prácticas como los costos que implicaba el traslado de enseres o archivos y otras por el estilo. Al menos esos fueron los argumentos expuestos por los que sufragaron a su favor, entre ellos Fray Servando de Teresa y Mier.

Víctor Orozco, profesor de historia en la Universidad de Chihahua, es un analista político mexicano.

La Jornada de Morelos, 11 octubre 2009

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2826

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