Estado, monopolio de la violencia y
legitimidad
Ángel Guerra Cabrera
Max Weber afirmó que el Estado ejerce el
monopolio de la violencia por definición. Pero añadía que esa facultad debe
cumplirse a través de un proceso “de legitimación”, que en el caso de las
monarquías absolutas es aceptada por los subordinados como derecho divino; pero
también puede provenir de un liderazgo carismático (los subordinados aceptan el
poder basándose en la santidad, heroísmo o ejemplaridad de quien lo
ejerce) o de una legitimidad racional
(los subordinados aceptan el poder de acuerdo con motivaciones objetivas e
impersonales) que deviene en sinónimo de legalidad. De una manera sencilla y
más de un siglo antes, el lúcido Rousseau establece que la legitimidad la otorga la “voluntad general” de los
sometidos al poder. Versión que se aviene con el concepto moderno de democracia
como gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, feliz definición de
Abraham Lincoln.
Lo que ocurre con estas definiciones es que
flotan en el aire si no se considera al Estado como portador del interés de las
clases sociales dominantes.
En América Latina tenemos gobiernos de
orientación popular y política exterior independiente de Washington, que en
distintos grados representan y defienden los intereses de las clases populares.
Entre ellos Cuba y los demás estados integrantes del Alba han avanzado
considerablemente en instituir la participación popular en la toma de
decisiones sobre políticas públicas. Pero también los gobiernos de Argentina,
Uruguay y Brasil escuchan al pueblo y tratan de abrirle canales de
participación en las decisiones.
Mientras tanto, México, Colombia, Perú y
Chile, miembros de la Alianza del Pacífico, se reconocen como aliados de
Estados Unidos y su política exterior e interior responde, aunque no siempre
totalmente, a los dictados de Washington.
En Chile, aunque se mantienen en lo esencial
las políticas neoliberales en la esfera económica y no se reconocen sus
derechos al pueblo mapuche, la presidenta Bachelet trata de acercarse más al
proceso de unidad latino-caribeño y de dar repuesta al formidable movimiento
estudiantil y popular a favor de la educación pública y gratuita y en contra de
la hiriente desigualdad social.
El gobierno de derecha de Santos en Colombia
debe su elección al apoyo de la izquierda y del movimiento popular en virtud de
su compromiso con el proceso de paz en contra de la voluntad del feroz sector
oligárquico encabezado por Álvaro Uribe y apoyado por la extrema derecha
yanqui.
Si el proceso de paz llegara a buen puerto
implicará un empoderamiento de los sectores más conscientes, que seguramente
presionarán para debilitar o abrogar el tratado de libre comercio con Estados
Unidos, impulsar la soberanía alimentaria, la vigencia de los derechos
políticos y sociales y reclamar participación en la decisión del destino del
país.
En México se observa una profundización de las
políticas neoliberales que privatizaron el enorme patrimonio público y crearon
una rapaz plutocracia cuya única divisa es la ganancia, empobrecieron a más de
la mitad de la población, anularon importantes derechos garantizados por la
Constitución de 1917 y generalizan un clima de extrema violencia, corrupción e
impunidad que ha llevado a una insondable crisis de legitimidad de todas las
instituciones del Estado, la mayor desde los albores de la Revolución de 1910.
Aquellas lacras no son nuevas pero el
neoliberalismo las ha catalizado exponencialmente al expulsar a la población
del campo hacia Estados Unidos o las ciudades, privar de la oportunidad de
estudiar y trabajar a generaciones enteras de jóvenes, y desencadenar una guerra, supuestamente
contra el narco, pero cuya víctima principal es el pueblo. Mientras tanto, la
droga continúa fluyendo eficientemente hacia el mercado estadunidense y de allá
siguen llegando puntualmente las armas con que se mata a decenas de miles de
mexicanos, inocentes en su mayoría. El ecocidio avanza a la par que la minería
y las nuevas concesiones a las transnacionales.
La tragedia de Iguala, con todo y lo
indignante y doloroso que resultan sus seis muertos y 43 desaparecidos ha venido
a confrontar a la sociedad con la realidad de que los mencionados procesos
llegaron a su punto crítico. La digna, valiente y unida actitud de los padres
de los 43 ha actuado como desencadenante de una acumulación de sentimientos y
aspiraciones de amplísimos sectores del pueblo, que estaban madurando, pugnando
por salir a flote, y de repente han encarnado en la conciencia social.
Twitter: @aguerraguerra
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