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lunes, 2 de enero de 2017

Siria, la revolución y la izquierda latinoamericana



02-01-2017


Respuesta a Santiago Alba Rico
Siria, la revolución y la izquierda latinoamericana


En su réplica a mi artículo Santiago Alba Rico abunda en planteamientos originales. [1] Veo dos dimensiones axiales en su argumentación. Uno, se ha desatado en la arena internacional una lucha entre potencias imperialistas que se libra en escenarios tan diversos como Oriente Medio y Ucrania. Dos, las revoluciones en el mundo árabe fracasaron porque les faltó apoyo internacional de la izquierda europea y de los gobiernos progresistas y de izquierda de América Latina. Creo, humildemente, que escapan a su mirada algunos asuntos que deberían ser tratados de otra manera.

Primero, estamos en lo esencial de acuerdo en que el imperio estadounidense ha comenzado una declinación global y que esta es irreversible. Desgraciadamente en América Latina y el Caribe esta tesis no es compartida sino por sectores minoritarios de nuestras sociedades que todavía creen en la eternidad y el carácter inexpugnable del imperio americano, cual si fuera una maldición bíblica de inexorable concreción. Pero aún compartiendo esta visión general, no logro comprender cómo una persona tan culta y perceptiva como él subestima –o parece ignorar- el papel que Washington jugó en la promoción de algunas de esas “primaveras árabes”. No en todas las revoluciones del mundo árabe, por supuesto, pero sí en Libia, donde según su análisis Barack Obama estuvo “patoso y a remolque” cuando hasta en Youtube se puede ver como él y su Secretaria de Estado, Hillary Clinton, seguían minuto a minuto los avances de los “rebeldes” en Bengasi, fabricaban con la complicidad de los medios de prensa “democráticos” un bombardeo aéreo a esos supuestos combatientes por la libertad que nunca existió tal como lo atestiguara in situ el corresponsal de Telesur y, luego, de otros medios; y como la segunda celebró alborozada el feroz linchamiento de Muammar el Gadaffi. No quiero decir con esto que en todos los casos se reprodujo la siniestra conspiración puesta en marcha en Libia, pero habría que indagar más a fondo. Sobre todo si tenemos los antecedentes de las famosas “revoluciones de colores” o “de terciopelo” que proliferaron en Europa Oriental cuando la desintegración de la Unión Soviética, o la conducta seguida por la Casa Blanca en América Latina y el Caribe en cuanta protesta surgiera en contra de gobiernos poco amigables con los intereses norteamericanos. ¿Que había sobradas y muy legítimas razones para la rebelión en el caso que nos ocupa? Sin duda. Pero soslayar el hecho de que por lo menos una de las dieciséis agencias de inteligencia del gobierno de Estados Unidos pudiera haber tomado cartas en el asunto revela una falla en el análisis. Por supuesto, para que los agentes norteamericanos actúen en el terreno debe existir una protesta real, surgida “desde abajo”. Ellos no la pueden inventar. Esa gente es muy profesional. Y los que tengan dudas consulten la obra de Gene Sharp, De la Dictadura a la Democracia, en donde elabora la hoja de ruta con todo lo que hay que hacer para tumbar gobiernos despóticos, invariablemente todos vinculados de una manera u otra a la izquierda. O sea, Obama no estuvo ni lento ni torpe en la cuestión libia.

Sí, lo tomó por sorpresa lo ocurrido en Túnez y en Egipto, pero rápidamente sus muchachos pusieron manos a la obra. Y en relación a este asunto sorprende también en el análisis de Alba Rico la total ausencia de cualquier referencia al caso de Egipto. Allí la revolución no pudo ser cooptada por el imperio porque la fuerza de los Hermanos Musulmanes era muy grande. Tan es así que cuando se convoca a elecciones generales prevalecieron en las urnas y proyectaron a uno de los suyos, Mohamed Morsi, a la presidencia. Duró poco más de un año, porque un militar formado y educado en los Estados Unidos, el Comandante en Jefe del Ejército, Abdul Fatah al-Sisi , lo depuso y lo envió a la cárcel. Un tribunal lo condenó a muerte acusándolo de las muertes y destrozos que tuvieron lugar durante la revolución pero la sentencia fue apelada y finalmente lo penaron con veinte años de cárcel.

Lo anterior me lleva a revisar lo que se afirma sobre el papel de los gobiernos progresistas latinoamericanos. Comenzando para cuestionar eso de que “el ciclo progresista latinoamericano … fue hijo también de la derrota soviética.” Más cerca de la verdad estaría afirmar que fue hijo del ya apuntado debilitamiento de la dominación norteamericana, de la subestimación de la Casa Blanca del impacto regional del chavismo, de la certeza que tenían los mandarines imperiales que América Latina y el Caribe jamás se emanciparían de la tutela norteamericana, de la concentración de sus recursos en la “guerra contra el terrorismo” y la Guerra de Irak. Si no se hubiera producido la derrota soviética seguramente que la evolución de estos gobiernos progresistas habría sido aún más favorable. El caso de Cuba lo comprueba irrefutablemente. La desintegración de la URSS privó a la isla de un marco de cooperación económica que, ante las draconianas condiciones impuestas por el bloqueo estadounidense, sumieron a ese país en el llamado “período especial”, que sólo gracias al heroísmo y los sacrificios de su pueblo y al extraordinario liderazgo de Fidel se pudo sortear. Pese a todos los horrores que sobrevivieron a la muerte de Lenin y la degeneración final de la Unión Soviética, donde la más grande revolución proletaria de la historia sucumbió sin disparar un solo tiro a manos de una mafia local articulada con el gran capital internacional; pese a todo ello, reitero, sin la presencia de la URSS en el tablero de la geopolítica mundial la derrota estadounidense en Vietnam hubiera sido impensable, como el propio triunfo de la Revolución China en 1949 y la sobrevivencia de Cuba desde los inicios de la revolución.

Dicho esto creo también que es un grave error decir que las revoluciones democráticas del mundo árabe fueron “combatidas o frenadas” por los gobiernos de izquierda de América Latina, y mucho más que semejante infamia hubiera sido hecha “en nombre de la ‘teoría de los tres círculos’ formulada por Atilio Boron". Ninguna genuina revolución puede ser frenada desde afuera. Las que estallaron en Rusia, China y Vietnam triunfaron pese a los violentos contraataques de las potencias regionales y, en el caso de las dos últimas, del imperialismo norteamericano. En América Latina la Revolución Mexicana prevaleció pese a la agresiva respuesta de Estados Unidos, y lo mismo cabe decir de las revoluciones en Cuba y en Nicaragua. Lo que hicieron algunos gobiernos latinoamericanos y caribeños, que veían con simpatía aquellas revoluciones en el mundo árabe, fue manifestar, vía algunas de sus organizaciones políticas o de sus fuerzas aliadas, un discreto apoyo. ¿Cómo podrían La Habana, Caracas, Quito o La Paz saltar al ruedo para apoyar explícitamente procesos revolucionarios en contra de gobiernos con los cuales mantenían relaciones diplomáticas, económicas, políticas? Me consta que ninguno de sus gobernantes simpatizaba, por ejemplo, con el régimen de Hosni Mubarak en Egipto o de Muammar el Gadaffi o de Al Assad en Siria. Pero de ahí a que salieran a apoyar políticamente -o con armas- a los insurgentes hay un largo trecho que sólo lo pueden transitar gobiernos que gocen de la protección de Estados Unidos, lo que los habilita a violar las normativas internacionales con total impunidad. Además, que se diga que esos gobiernos de la izquierda latinoamericana se abstuvieron de colaborar con aquellas revoluciones en ciernes por causa de la “teoría de los tres círculos” -que ni siquiera había sido elaborada en esos momentos- me parece francamente disparatado.

No voy a insistir en el tema del imperialismo porque creo que ha quedado claro en mi intervención anterior. Me bastará reafirmar que el imperialismo contemporáneo sólo puede ser preservado por el formidable poderío militar, económico, cultural y político de Estados Unidos. Y que una vez desgastados estos fundamentos del poder imperial veremos el amanecer de un nuevo sistema internacional, no necesariamente más justo y humanitario, probablemente más parecido a las lúgubres anticipaciones de Thomas Hobbes sobre el estado de naturaleza y la guerra de todos contra todos que a la paz perpetua y la armonía universal profetizadas por Immanuel Kant. Pero una tal perspectiva no debe inhibir nuestra condena sin atenuantes de los crímenes cometidos por el imperio estadounidense desde fines de la Segunda Guerra Mundial y al hecho, indiscutible, que está conduciendo a este planeta a su propia destrucción. No se trata de creer ingenuamente que el multipolarismo es intrínsecamente virtuoso, y Alba Rico tiene razón cuando habla del riesgo de un “multidespotismo”. Tampoco de caer en un “anti-americanismo” barato, cosa que detesto. Fidel nos enseñó que nuestro problema no es con el pueblo estadounidense, tan oprimido, explotado y embrutecido como los demás -si bien con métodos más sutiles y amparados por una fenomenal maquinaria propagandística- sino con la clase dominante de Estados Unidos y su “plan de dominación mundial”, tantas veces denunciado por Noam Chomsky. Pero la exhortación a no dejarnos ganar por un “anti-americanismo” de barricada no puede ocultar que es ese país, y ningún otro, el actor principalísimo e indispensable en el sostenimiento de un sistema criminal que está devastando al planeta y destruyendo sociedades (Irak, Afganistán, Libia, ahora Siria) con el solo propósito de apropiarse de las riquezas y los recursos de los países de la periferia. A la luz de este análisis la compra masiva de tierras en África por parte de China puede ser un acto criticable en términos económicos y políticos, hasta morales, pero cuesta verlo como una práctica imperialista si nos atenemos a la concepción marxista del imperialismo. ¿Se puede calificar de imperialista a Rusia porque se resiste a que se cierre sobre toda su frontera, desde el Báltico hasta el Mar Negro, el cerco militar de la OTAN, cosa que había sido solemnemente prometida por los líderes occidentales a comienzos de los noventas, cuando le aseguraron a Moscú que “la OTAN no se movería un centímetro en dirección al Este”? La crisis ucraniana es la expresión de la estafa política perpetrada por las buenas almas democráticas de Occidente. Pero, un momento: ¿Quién estaba repartiendo botellas de agua y bocadillos a las bandas neonazis que sitiaban la casa de gobierno en Kiev exigiendo la renuncia de Víktor Yanukovich? No era otra que la mismísima Victoria Nuland, Secretaria de Estado Adjunta para Asuntos Euroasiáticos, cumpliendo una misión que le encargara su jefe, el Premio Nobel de la Paz Barack Obama. ¿Cuál era su cometido? Derrocar a Yanukóvich a cualquier precio, y con cualquier aliado, incluyendo los neonazis. Rusia es el enemigo número uno de Estados Unidos y no hay escrúpulo moral alguno que deba interferir en esa tarea. El embajador de Estados Unidos en Ucrania le comentó a Nuland que su excesiva y tan publicitada intromisión en asuntos internos de Ucrania podía ser contraproducente, que la crisis debía ser resuelta por los líderes de ese país y que tal vez habría que reforzar el papel negociador de la Unión Europea, debilitado por el protagonismo norteamericano. La respuesta de la funcionaria fue terminante: “¡Que se joda Europa!”. No se puede colocar en la misma categoría esto con la compra china de tierras en África.

Estas divergencias con Santiago Alba Rico me preocupan, pero no tanto como cuando él dice que estamos peor que en 1914 porque “la tradición marxista ha sido inhabilitada por la experiencia soviética y no ha sido reemplazada por ninguna otra praxis liberadora.” Para decirlo telegráficamente: así como los horrores del nazismo no descalifican el contenido liberador del cristianismo como una religión de esclavos, la fallida experiencia soviética no inhabilita la tradición marxista. Acudo por ayuda a José Saramago, cuando en los Cuadernos de Lanzarote dice que: "...no debemos aceptar que la justa acusación y la justa denuncia de los innumerables errores y crímenes cometidos en nombre del socialismo nos intimiden: nuestra elección no tiene por qué ser hecha entre socialismos que fueron pervertidos y capitalismos perversos de origen, sino entre la humanidad que el socialismo puede ser y la inhumanidad que el capitalismo siempre ha sido. Aquel capitalismo de 'rostro humano' del que tanto se habló en décadas anteriores, no pasaba de una máscara hipócrita. A su vez, el 'capitalismo de Estado' funesta práctica de los llamados países del "socialismo real", fue una caricatura trágica del ideal socialista. Pero ese ideal, a pesar de tan pisoteado y escarnecido, no murió, perdura, continúa resistiendo: tal vez por ser, simplemente, aunque como tal no venga mencionado en los diccionarios, un sinónimo de la esperanza.” No tengo más nada que añadir a estas sabias palabras del gran escritor portugués.

Siria merece una reflexión final. Primero para decir que no ha sido ese país la tumba de las revoluciones árabes. Primero habría que hablar extensamente de Egipto, y Alba Rico no lo hace y no entiendo las razones de esta ausencia. En todo caso fue allí y no en Siria donde se frustraron esas revoluciones y donde el imperialismo impuso un escarmiento brutal a los rebeldes. El rechazo a los Hermanos Musulmanes y al fundamentalismo islámico no deberían ocultar esta realidad. En relación a esas revoluciones frustradas yo hablaría, además, más que de tumbas y muertes, de eclipses transitorios. Recordar lo que Chávez dijo cuando fracasó la insurrección del 4 de Febrero de 1992: “por ahora”. Será cuestión de tiempo para que el impulso revolucionario en el mundo árabe resurja con nuevos bríos, porque se nutre de una larga historia de opresión, discriminación y represión. Mi crítico descalifica de un saque el testimonio de una monja que entre 2011 y 2015 vivió en Alepo, ciudad donde no creo que Alba Rico haya vivido en esos años. Lo que ella ha dicho es terminante: es una guerra introducida desde afuera, no porque el régimen de Al Assad fuese un dechado de virtudes, que no lo era en absoluto. Se trataba de un gobierno despótico y represor, al igual que prácticamente todos los de esa parte del mundo ¿qué duda cabe? ¿Pero por eso vamos a convalidar el papel de Washington como gendarme mundial, que recorra el planeta “sembrando democracia y derechos humanos”? No nos olvidemos las “enseñanzas” de Franklin D. Roosevelt que cuando algunos congresistas demócratas lo visitaron en la Casa Blanca para expresarle sus aprensiones por la ayuda que le estaba brindando al régimen brutal de Anastasio Somoza en Nicaragua el presidente respondió: “Sí, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta.” Washington se ha mantenido fiel a esa directiva de FDR desde entonces protegiendo a “sus hijos de puta” y hostigando a gobiernos indóciles, no necesariamente anticapitalistas o antiimperialistas. Tolerar que Estados Unidos haga lo que quiera en cualquier país del mundo sería suicida, aunque el régimen que trate de destronar sea una dictadura. En lugar de referirse a la hermana Guadalupe Rodrigo despectivamente sería mejor que estudiara seriamente lo que dijo. En línea con lo dicho por la monja se encuentra el análisis de un experto en temas de Oriente Medio, Robert Fisk, quien ha denunciado sistemáticamente el apoyo que Estados Unidos y sus aliados del “segundo círculo” ofrecieron a las bandas de “rebanacabezas”. [2] En esa misma nota Fisk incluye una entrevista a Yassin al-Haj Saleh, uno de los líderes de la oposición al régimen de Assad, que se lamenta de que Obama no hubiese adoptado una postura más activa en la crisis siria. Confieso que me decepcionó leer tal cosa.

Lo anterior contrasta con lo que me informara un miembro de la Misión de Paz que visitó Damasco en 2013 y entrevistó tanto al jefe de estado como a los principales líderes de la oposición. Incluso los más encarnizados críticos de Al Assad reconocieron que las posibles alternativas al régimen eran aún peores: una dictadura yihadista que pasaría a degüello y decapitaría por igual a comunistas, cristianos y todos los infieles. Que se requería una solución política y que el régimen había dado un primer paso al liberarlos de su injusta prisión, pero las fuerzas que se oponían a la misma eran demasiado poderosas, dentro de Siria (el Ejército y la policía, principalmente) y fuera, sobre todo Estados Unidos y sus compinches del “segundo círculo” europeo que impusieron como exigencia previa a cualquier negociación política … ¡la renuncia de Al Assad! Incluso las comunidades cristianas, críticas del régimen, reconocieron que la separación del Estado y la Religión era un logro importantísimo en una región como Oriente Medio en donde tal cosa era una notable excepción. Y es después de este sistemático fracaso de un diálogo político cuando Rusia entra en escena para, después de barrer con los yihadistas en Alepo, sentar las frágiles bases para la solución política que el imperialismo saboteó con denuedo durante años, dejando que Siria se desangre (“¡que se joda Siria!”, podría decir Nuland) y creando un problema insoluble para la Unión Europea. Esta se desbarranca en una crisis interminable y se abren las puertas de la cloaca de la política europea. Es cierto, la aviación rusa bombardeó Alepo. Pero, ¿qué alternativas había? ¿Alguien cree que puede combatirse al Estado Islámico rezando siete avemarías o con una oportuna cita del Corán? Por otra parte, ¿Qué hicieron los aliados en la Segunda Guerra Mundial? Estados Unidos arrojó dos bombas atómicas en Japón y su aviación arrasó gratuitamente Dresde, y muchas otras ciudades alemanas, cuando el ejército nazi estaba prácticamente destruido. ¿Esto era “una lucha por la libertad” mientras que desalojar a los yihadistas de Alepo es un acto de barbarie o una muestra de la ferocidad del “imperialismo” ruso?

Desgraciadamente no habrá final feliz en esta historia. Alba Rico tiene razón cuando dice que vivimos en una época de enorme densidad histórica. La paulatina pero inexorable descomposición del imperio norteamericano producirá toda clase de fenómenos atroces y aberrantes, como lo señalaba Antonio Gramsci en sus análisis de las crisis orgánicas. Pero el lento ocaso del imperio es, en sí mismo, una buena noticia. La historia comienza a abrirse y por sus puertas entran toda clase de personajes en una pugna, por momentos salvaje, para construir otro mundo. Que sea mejor o peor dependerá de la autoconciencia, la capacidad organizativa y la inteligencia política con que actúen las fuerzas que, guiadas por la tradición marxista, quieran construir un mundo mejor. No puede pronosticarse el resultado. Sí, en cambio, puede asegurarse que nada bueno podrá salir de una alianza de esos actores en rebeldía con el imperialismo, sea con el núcleo duro norteamericano tanto como con el segundo círculo europeo. Conviene, aún en tierras tan lejanas, recordar lo que dijera José Carlos Mariátegui acerca del futuro de Nuestra América: la revolución es una creación heroica de los pueblos, que deberá llevarse a cabo sin contar con la benevolencia o la colaboración del imperio. La trágica experiencia de Europa Oriental tras la desintegración de la Unión Soviética debería servir como un baño de sobriedad para los revolucionarios del mundo árabe que aún confían en sus “amigos” occidentales. El monumento a Ronald Reagan inaugurado en el centro de Budapest por el Primer Ministro Viktor Orban es un triste recordatorio del inglorioso final de las “revoluciones de colores” bendecidas por el imperialismo.

Notas:

[1] “Imperialismo, imperialismos, Siria”, en Rebelión, 28 Diciembre 2016.


[2] “Hay más de una verdad que contar sobre Alepo”, en http://www.sinpermiso.info/textos/hay-mas-de-una-verdad-que-contar-sobre-alepo

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=221114


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