Portada de antigua versión de Revista Libre Pensamiento

jueves, 22 de diciembre de 2011

Neoliberalismo y educación

 Neoliberalismo y educación

David Medina y Luis Gómez Llorente


 
Jornadas Neoliberalismo, autonomía y gestión escolar, Madrid, Barcelona - 29,30,31 de marzo y 1 de abril de 2006


1. La deconstrucción de la escuela pública


Como parte de la extensión del credo neoliberal en pro del Estado mínimo, la consigna de privatizar los servicios públicos ha llegado a la enseñanza. Hasta ahora el principal obstáculo que había tenido que afrontar la escuela pública era —y continúa siendo— la falta de los recursos necesarios para su buen funcionamiento. Y de esta situación ha resultado beneficiada la red de escuelas concertadas.


Pero al menos se venía respetando el carácter propio de la enseñanza pública, esto es, su gratuidad, su aconfesionalidad y pluralismo ideológico, así como su estar abierta a todos los estamentos sociales, lo que ciertamente le hacía acreedora de su título de servicio público, tanto por transmitir una cultura compartible por toda la ciudadanía, como por ser el instrumento más adecuado para compensar las desigualdades de origen, contribuyendo de este modo a aumentar la cohesión social.


La nueva estrategia que lleva consigo el modelo de enseñanza neoliberal es menos respetuosa. El neoliberalismo no se contenta con su explícita preferencia por la escuela privada, se orienta también hacia una clara desnaturalización de la escuela pública, de la que en poco tiempo puede no quedar sino la fachada de su titularidad formal. A ese horizonte de deconstrucción de lo público apuntan diversos síntomas, ya bien evidentes, aunque su avance sea asimétrico y desigual.


Pero poca duda hay respecto al destino de algunos procesos y estrategias que son hoy rasgo común de las políticas educativas. Habrán de desembocar en la sustitución de la lógica de la escuela por la lógica de la empresa, en la instauración de las fórmulas competitivas de la oferta y la demanda, en un modelo de gestión gerencial, en la disolución del cultivo y la reproducción de los saberes, quedando entonces reducido el papel de los profesores al de meros instructores para que los alumnos adquieran las “competencias” que determine el mercado del trabajo. Y para todo ello, como es obvio, el funcionariado docente de la enseñanza pública resulta un estorbo, llamado a languidecer o a extinguirse, siendo sustituido por un personal contratado, menos costoso y más dócil a la “modernización”.


El análisis pormenorizado de esta estrategia de borrado de la escuela pública constituye el objeto de la presente ponencia, comenzando por identificar de dónde proceden y en qué consisten los mensajes neoliberales, hoy dominantes en algunos organismos internacionales, emisores de los documentos que marcan la pauta a una tecnocracia escasamente inclinada al análisis y a la reflexión, siempre dispuesta a presentarnos como renovador y moderno lo que a veces conduce, en realidad, hacia una verdadera regresión cultural y social. Al mismo tiempo, se examinará la relación existente entre las distintas propuestas neoliberales —cómo interactúan—, a fin de poder valorar en su conjunto un proyecto educativo que suele ofrecérsenos bajo la forma aislada de propuestas fragmentarias, frecuentemente envueltas en un lenguaje equívoco de términos que nosotros mismos veníamos utilizando, pero dándoles un significado y una contextualización por completo distintos.


2. Los ejes de la política educativa europea


Las políticas educativas son, cada vez más, de carácter transnacional. Se generan en algunas organizaciones clave de la élite internacional económica y política, tales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que comprende los treinta países más ricos del mundo. En este contexto hay que situar el proyecto educativo, expresión de los intereses económicos y políticos dominantes en Europa, coordinado por la Comisión Europea y otras entidades subsidiarias de ella, como la Mesa Redonda de los Industriales Europeos —la European Round Table of Industrialists, ERT, esto es, un poderosísimo lobby de presión formado por 45 directivos de las empresas más importantes de 16 países europeos—.


Ya en uno de sus primeros informes —Education and competence in Europe, 1989 —la European Round Table consideraba la educación como “una inversión vital para el éxito futuro de la industria”, argumentando que “el desarrollo tecnológico e industrial de los negocios europeos claramente requieren una acelerada reforma de los sistemas y programas educativos”. En un documento de 1995 de esa misma institución, titulado Education for Europeans: Towards the Learning Society, se expresa la misma idea con mayor contundencia: “La industria europea ha tenido que responder rápidamente a [los] cambios [de la globalización económica] para sobrevivir y seguir siendo competitiva [...] Pero el mundo de la educación es demasiado lento en reaccionar [...] En casi todos los países europeos hay una distancia creciente entre la educación que los ciudadanos necesitan para el mundo complejo de hoy en día y la educación que reciben [...]. Esta es una cuestión de la mayor importancia económica y social, pues acarrea el desaprovechamiento del potencial humano.[...] Es hora de lanzar un grito de alarma para alertar a la sociedad de esta inadecuación de la educación” (1).


Son numerosos los informes, artículos y trabajos que, en los diferentes países europeos, han retomado la perspectiva establecida por la European Round Table. Como muestra, puede valer el trabajo El reto de la educación no universitaria en Catalunya: situación actual y propuestas de actuación, publicado por la Cámara de Comercio de Barcelona (2). Los autores afirman que “el objetivo de este informe es analizar uno de los factores determinantes del aumento tendencial y sostenible de la productividad, como es la acumulación de capital humano”. Las conclusiones a las que llegan son las mismas que enunciaba el grupo de industriales de Bruselas en 1995, una fractura entre la formación y las necesidades del mercado. “El empresariado catalán”, se lee en el trabajo de la Cámara de Comercio, “detecta una falta de conocimientos básicos sólidos en las personas que se incorporan al mercado laboral, entendidos como la cultura básica necesaria para una buena comprensión e interrelación con el entorno”. De las insuficiencias educativas se sigue “una falta de compromiso con la empresa, que dificulta la integración de las personas en el contexto laboral y provoca disfunciones, como la dificultad de trabajar en equipo, la ausencia de habilidades comunicativas y de relación y un escaso sentido de la responsabilidad”.


Los ejes de la política educativa europea, tendentes a salvar la distancia entre la formación escolar y los requerimientos del mercado, son los siguientes:

  • Los centros educativos son productores de capital humano, un factor clave en la competitividad.


  • El conocimiento cambia muy rápidamente, de modo que es necesario un plan de estudios centrado en la noción de competencia, en el que, junto a ciertas habilidades básicas, el énfasis recae en la promoción de la flexibilidad y la adaptabilidad.


  • Para responder con mayor rapidez a los cambios económicos, el sistema educativo debe ser desrregulado y se les debe dar a los centros una mayor autonomía.



  • Debe potenciarse la función directiva de los centros, asignándole un papel de liderazgo pedagógico.


Estos ítems dibujan un proyecto neoliberal, cuyo principal objetivo es hacer más rentable el sistema educativo, es decir, ajustarlo lo más posible a las nuevas necesidades de la economía globalizada.


3. El capital humano y las competencias básicas


De acuerdo con el Secretario General de la OCDE, Donald J. Johnston, “entre los factores históricos del crecimiento económico —la tierra, el capital, el trabajo—, el capital humano se ha convertido en el más importante” (3). Los economistas llaman capital humano al “stock de conocimientos evaluables económicamente e incorporados a los individuos” (4). La forma precisa que debe tener este capital humano, la que se espera que produzcan los sistemas escolares, está definida en muchos de los documentos clave de la política educativa europea. Ya en el Libro blanco sobre crecimiento, competitividad y empleo, de 1993, la forma del capital humano que requiere la Comisión Europea queda asociada a la llamadas “competencias básicas”: “Las competencias básicas que son esenciales para la integración en la sociedad y en la vida laboral incluyen el dominio de ciertos conocimientos básicos (lingüísticos, científicos y de otro tipo) y habilidades de naturaleza tecnológica y social, es decir, la habilidad de desarrollarse y actuar en un contexto complejo y altamente tecnológico, caracterizado, en particular, por la importancia de las tecnologías de la información, la habilidad de comunicar, de establecer relaciones, de organizar, etc. Estas habilidades incluyen, en particular, la habilidad fundamental de adquirir nuevos conocimientos y competencias — “aprender a aprender” a lo largo de toda la vida.” (5).


La Comisión Europea considera que el principal efecto de la globalización económica sobre el ámbito del saber es la naturaleza cambiante del conocimiento. Edith Cresson, la polémica Comisaria Europea responsable de la educación, de la formación y de la juventud entre 1995 y 1999, explicaba, por ejemplo, que “el conocimiento no es nada en nuestras sociedades y economías de cambio vertiginoso, es sólo un producto perecedero. Lo que aprendemos hoy queda obsoleto o es superfluo mañana. Necesitamos renovar y actualizar nuestro conocimiento permanentemente para ir al paso —de hecho, para marcarlo— de los cambios, en lugar de ser desbordados por ellos” (6).


Los centros educativos deberían adaptarse a ese cambio y sustituir los planes de estudio centrados en los conocimientos por otros centrados en las competencias básicas. La OCDE, por ejemplo, expresa esta idea en su informe Education Policy Analysis (7): “Es más importante orientarse hacia objetivos educativos de carácter general que aprender cosas que son demasiado específicas. En el mundo del trabajo, hay un conjunto de competencias básicas —capacidad de relación con los demás, aptitudes lingüísticas, creatividad, capacidad de trabajar en equipo y resolver problemas, una buena comprensión de las nuevas tecnologías— cuya posesión ha llegado a ser esencial para obtener un trabajo y adaptarse rápidamente a las cambiantes demandas de la vida laboral”.


En España, la Comunidad Autónoma que más ha avanzado en la dirección de las competencias básicas es Catalunya. Los primeros trabajos al respecto datan de 1997, fecha en la que se inicia la colaboración entre el Consell Superior d´Avaluació, la FREREF (Fondation des Régions Européennes pour la Recherche en Éducation et en Formation) y los organismos correspondientes de las comunidades de Baleares y Canarias. Las conclusiones se publicaron en 2000, en el informe titulado Identificació de les competències bàsiques en l’ensenyament obligatori. En él se identifican las competencias básicas en cuatro ámbitos tradicionales del currículo (el lingüístico, el matemático, el tecnocientífico y el social). A ellos se añade el ámbito laboral. Este último estaría formado por competencias de carácter transversal, algunas de las cuales se consideraron imprescindibles para una incorporación inmediata al mundo del trabajo. Desde el año 2000, se inició la evaluación de las competencias básicas en los centros educativos, tanto en primaria (a los alumnos de 10 años) como en secundaria (a los alumnos de 14 años). Por ahora, el último documento sobre este tema se publicó en 2003, bajo el título Relació de competències bàsiques. Merece la pena citarse su preámbulo, en el que no se oculta el origen económico de todo el discurso pedagógico sobre las competencias básicas: “Nacido en el contexto del mundo laboral, en el que se generalizó en los años 1970-1980, y pasando luego por la formación profesional, el concepto de competencia se ha ido abriendo camino por todas partes y se está expandiendo en el conjunto del sistema educativo” (8).


A la vista de los pasajes citados, resulta claro que uno de los objetivos centrales de las doctrinas neoliberales es el de poner el currículo al servicio de los intereses empresariales.


Nadie niega, claro es, que la escuela tenga que contribuir a la capacitación de los futuros trabajadores. Esta idea fue uno de los objetivos de la educación desde los orígenes de la escuela pública, algo inevitable, dado que no pretendía ser una educación aristocrática, un lujo para una clase ociosa, sino, por el contrario, la institución educadora del pueblo. No existe, pues, un debate sobre los fines de la escuela considerados en conjunto, sino sobre las prioridades, y los tiempos. Acaso la dificultad principal resida en definir adecuadamente la secuencia de las prioridades, asignando a cada etapa las que le son propias.


El verdadero debate está, pues, en otro lugar. Si todos los saberes fuesen tan fugaces como creen algunos apóstoles de la innovación a toda costa, ¿qué contenidos pueden nuclear la enseñanza escolar? Los conocimientos instrumentales, responden, y con mayor preferencia al lema, que entendido con simpleza puede hacer estragos: “Aprender a aprender”.


Desde el punto de vista de la economía —el que defiende, por ejemplo, Edith Cresson—, el conocimiento es un producto en primer lugar, y además, un producto perecedero. En segundo lugar, queda pronto “obsoleto”, y es, como tal superfluo; está de más, puesto que ya no rinde beneficios — económicos, se entiende—. Conforme a tales criterios, las ideas no se han de apreciar y valorar por su veracidad o falsedad, es decir, por su valor propio; ni tampoco porque una teoría científica nos descifre con rigor lo que antes fue un misterio de la naturaleza; o bien porque una interpretación de los hechos históricos o estéticos, nos descubra mejor su sentido y significado; y ni siquiera por la repercusión social que objetivamente tuvieron o tienen tales acontecimientos. Quizá tengan razón quienes consideran que todas esas dimensiones del saber, de los saberes, son poco rentables, y tienen escasa o nula cotización en el mercado, siendo por tanto saberes “obsoletos”. Pero conviene recordar que la escuela se concibió para hacer accesibles gradualmente esos saberes a todos los ciudadanos, y que negar o menospreciar su valor a lo que puede conducir es a declarar la obsolescencia de la escuela misma. La mera instrucción en conocimientos instrumentales no requiere tanto esfuerzo, ni tanta cualificación de los docentes, ni tanto gasto.


Pero resulta que la escuela, sigue teniendo pleno sentido, más allá de que también instruya en el manejo de conocimientos instrumentales, porque conforme a la tradición ilustrada, seguimos creyendo en el valor emancipador del saber. En que el saber, a veces “desinteresado”, nos emancipa de la ignorancia, de la inconsciencia, de la insensibilidad. Aprender a aprender es imprescindible, seguro. No puede estar con plenitud hoy en el mundo quien desconozca las lenguas y el manejo de las redes de información. Pero el conocimiento instrumental no es saber, sino algo en sí mismo vacío. Es conocimiento muy valioso, pero tan sólo formal. Es sólo el vehículo al que el conductor tiene que marcar una dirección, sabiendo preferir entre varias si es un sujeto autónomo capaz de gobernarse a sí mismo. Y esa elección va a ser en cada momento de su vida fruto de su saber anterior. Sabe lo que está en su mente, no en el disco duro de ningún ordenador, y de lo que sabe, depende el uso que haga de las distintas fuentes de conocimiento que se hallen a su alcance.


4. Autonomía escolar, dirección gerencial y estatuto de los docentes


El informe ya citado de la OCDE de 1998 (Education Policy Analysis) deja claro que el proyecto neoliberal requiere un cambio radical no sólo de la institución escolar, sino también de la profesión docente: “La globalización —económica, política y cultural— ha hecho obsoleta la institución llamada ‘la escuela’, implantada localmente y anclada en determinada cultura, y, del mismo modo, la figura de ‘el maestro’”.


Este cambio anunciado se entiende como descentralización del sistema educativo y concesión de un mayor grado de autonomía para cada escuela o unidad de base respecto a la unidad central. La Comisión Europea escribía en 1995, en el Libro Blanco sobre la Educación: “Los sistemas de educación y formación podrán adaptarse mejor [a los nuevos requerimientos sociales] mediante una mayor autonomía de lo agentes responsables, claramente informados de las misiones que se les confían. Se trata, pues, de dar una mayor autonomía a los establecimientos de base. La experiencia muestra que los sistemas más descentralizados son también los más flexibles, los que se adaptan más rápido y permiten desarrollar nuevas formas de cooperación con el tejido social” (9). La European Round Table se pronunciaba el mismo año en términos parecidos: “En muchos países europeos, las escuelas forman parte de un sistema estatal centralizado y burocrático, y eso las hace lentas en la respuesta, incluso impenetrables a las demandas de cambio que vienen de fuera”. Para adaptarse a los nuevos entornos sociales, los centros educativos deben adentrase en el camino de la eficacia y la eficiencia: “La mejor gestión financiera procede del interior de las organizaciones, se inspira en la gente de todos los niveles que está involucrada en el día a día del negocio de la empresa [...] Como industriales, creemos que los educadores deberían tener libertad para desarrollar esa búsqueda interna de la eficiencia, sin la interferencia o la indebida presión ejercida desde el exterior” (10).


Esta recomendación de potenciar la autonomía escolar se ha seguido de manera desigual en los diferentes países europeos. En un informe del año pasado, realizado, bajo el amparo de la Comisión Europea, por el Danish Technological Institute, se insiste en que algunos países de la Unión han avanzado poco todavía en este sentido. Bajo la cobertura de los resultados obtenidos por los diferentes estados en las pruebas PISA, TIMSS y PIRLS, a partir de los cuales se presenta una correlación positiva entre los resultados escolares y la autonomía de los centros, los autores del informe lanzan la siguiente recomendación: “Los diseñadores de las políticas educativas y las autoridades deberían considerar si sus sistemas educativos confieren suficiente autonomía a las escuelas respecto a las decisiones sobre asignaciones presupuestarias, la contratación y el despido de profesores, las políticas sobre disciplina y otros aspectos relevantes” (11). España está en el grupo de países a los que se dirige especialmente este dictado.


Las directrices europeas sobre la autonomía escolar han tenido su acogida, tanto en la normativa básica que depende del Parlamento como en las políticas educativas impulsadas desde las consejerías de algunas comunidades autónomas. La legislación de carácter estatal, la LOE, incorpora la noción en su título V, sobre la “Participación, autonomía y gobierno de los centros. En Catalunya, en julio de 2005, se publicó en el Diario Oficial de la Generalitat una resolución que ponía en marcha un plan experimental para “promocionar la autonomía de los centros docentes públicos” (12). En el Pacto Nacional por la Educación, recientemente firmado por el Gobierno de la Generalitat y veinte entidades vinculadas al mundo educativo, la cuestión de la autonomía de los centros ocupa un lugar destacado, aunque en gran medida ha quedado más como una línea de trabajo abierta y cuya orientación debe aún desarrollarse en negociación con los agentes sociales que como un cuerpo cerrado de preceptos —que es lo que se proponía en los primeros documentos, muy rectificados, gracias en gran parte a las enmiendas presentadas por FETE-UGT—. Es, pues, fundamental fijar en qué direcciones no debe avanzar la autonomía escolar, evitando la deriva neoliberal que podría convertirla en un mecanismo que podría poner en grave peligro la existencia misma de la escuela pública y, como consecuencia, la cohesión social.


La mayor autonomía concedida a los centros escolares se asocia, en el planteamiento neoliberal, a una nueva concepción de la función directiva y a un nuevo modo de entender la función docente. El director, desde esta óptica, debería ser un verdadero líder, capaz de orientar las mayores competencias cedidas a las unidades escolares, en razón del principio de autonomía, en un sentido “eficiente y eficaz”. La lógica que subyace tras estas afirmaciones es bastante evidente. Si la escuela debe gestionarse como una empresa de servicios con un amplio margen de libertad para desarrollar su propio proyecto, es necesario colocar al frente de la organización escolar a un verdadero organizador que sea capaz de dirigir a un equipo de profesionales y que pueda ser considerado como responsable del éxito de las estrategias puestas en práctica para mejorar la producción de “valor añadido”, que, al fin y al cabo, sería el objetivo último de su empresa.


La Comisión Europea, por ejemplo, dice al respecto: “En la práctica, los problemas surgen a nivel local, es decir, en los centros escolares y las instituciones de formación; por tanto, deben contar con medios y facultades suficientes para hacer frente a esos problemas de la manera más eficaz posible con los recursos limitados que poseen. [...] Los directores de centros tienen ahora una mayor libertad, que les permite establecer un tipo distinto de relaciones con las autoridades públicas [...] [o con] entidades privadas (por ejemplo, empresas). La eliminación de los obstáculos a este tipo de relaciones es una productiva manera de ayudar a las instituciones de educación y formación a sacar el mejor provecho de los recursos de que disponen (capital financiero, humano y social)” (13).


Esta nueva concepción de las direcciones tiene también sus valedores en España. Puede citarse, por ejemplo, uno de los muchos documentos que ha producido en los pasados meses el debate sobre la Ley Orgánica de Educación: “Convencidos de la importancia de la función directiva como elemento clave para el buen funcionamiento de los centros educativos públicos y factor esencial para conseguir una educación de calidad, consideramos imprescindible establecer un modelo de dirección eficaz, profesionalizado, moderno, basado en proyectos de mejora, y que dé respuesta a las necesidades de la comunidad educativa y de la sociedad en la que está inmerso el centro”.


Los pasajes citados evidencian la voluntad de prescindir de la organización clásica y característica de la escuela pública, sustituyéndola por un modelo tomado de la empresa privada y centrado en la figura de la dirección gerencial.


La creciente indisciplina escolar y el profundo malestar que se extiende en muchos centros públicos y que genera el desánimo y la frustración profesional de tantos profesores, junto a las alarmantes tasas de fracaso escolar, alientan la idea generalizada de que algo hay que cambiar, y es cierto que algo hay que cambiar también en la gestión de los centros, pero ¿en qué sentido?


El neoliberalismo, cuando se habla de gestión, reitera su paradigma: la empresa privada. Es fácil, además, que se dé aquí una superposición equívoca y que los modelos de gestión inspirados en el mundo empresarial se superpongan con las afirmaciones de aquellos directores de centros públicos que, por otras razones y con distinta intención, vienen reclamando más atribuciones y más autoridad.


Pero una cosa es que los equipos directivos asuman bastante más poder de decisión en orden a la disciplina escolar, o que asuman mayores facultades que les permitan agilizar las decisiones económico administrativas. Eso parece razonable. Lo discutible es el significado que pueda darse a la expresión “liderazgo pedagógico” aplicada a las direcciones, o que a las direcciones se les confíen competencias referentes a la evaluación del rendimiento profesional de los demás profesores, o que intervengan incluso en la provisión de los destinos del personal funcionario o en la contratación de personal interino. Esas son facultades que tiene el patrón de las empresas privadas, competente para contratar y despedir, para premiar o postergar, para hacer que su empresa vaya en una u otra dirección y se oriente de cierto modo en el contexto competitivo del mercado. Pero lo que es legítimo, o por lo menos legal, en la empresa privada, en el ámbito de los centros públicos puede dar lugar —es un peligro muy real— al clientelismo, a la configuración de pequeñas oligarquías que se apoderen en la práctica del control del centro, reduciendo a pura formalidad vacía de contenido la participación de la comunidad escolar y las decisiones de los órganos de coordinación pedagógica.


El error básico de los modelos que propugnan las teorías del llamado new public management consiste en ignorar la distancia que separa a una empresa privada de un centro público. Y esa distancia debe prevenirnos respecto a posibles transferencias de un ámbito a otro, porque los resortes válidos y operativos en una empresa privada pueden producir distintos efectos, e incluso ser perturbadores en un centro público. Las empresas privadas, todas ellas, no pueden renunciar a regirse por parámetros de inversión y beneficio. El servicio público que se lleva a cabo en los establecimientos dependientes de los Poderes Públicos, como es el caso de la escuela pública, descansa sobre otros principios. No tiene por fin el mejor ajuste entre la inversión y el beneficio, sino que su objetivo es otro, el bienestar general. Su funcionamiento obedece a normas adoptadas por organismos colectivos sujetos de algún modo a cierto control democrático. Los cargos unipersonales de dirección son ejecutores o vigilantes de la ejecución de esa normativa. El personal que realiza las correspondientes prestaciones, comprometiendo su saber profesional en el trabajo que realiza, es retribuido por la comunidad social con cargo al erario público. Sus tareas están reguladas por normas objetivas que son los reglamentos y protocolos usuales de actuación, siendo responsable de su cumplimiento ante los órganos administrativos de inspección, y en su caso de sanción punitiva, legalmente establecida Este es el régimen propio de la Administración pública civil, de la que la escuela pública como institución forma parte.


Consideremos ahora cómo queda el profesorado en la configuración que el neoliberalismo quisiera dar a la educación. El nuevo modelo de dirección escolar al que acabamos de referirnos se corresponde con una redifinición de la función docente. Y así como la flexibilidad es la competencia clave que el mercado laboral espera de los trabajadores, lo mismo puede decirse de nuevo modelo de profesor. La Comisión Europea, en un informe de 1998 sobre L’Apprentissage de la Citoyenneté Active, se pronuncia en los siguientes términos: “Quizá es la flexibilidad el aspecto de la profesión docente que más directamente pone en cuestión las nociones tradicionales. Los profesores deben aceptar que la competencia profesional que se espera de ellos puede cambiar varias veces en el curso de su vida laboral y no deben apelar al pretexto de la profesionalidad para oponerse al cambio” (14). Al respecto, para promocionar esa necesaria flexibilidad de los docentes, la European Round Table propone el establecimiento de una carrera profesional, con incentivos económicos asociados a la evaluación de los trabajos realizados: “Los buenos docentes deberían ser recompensados, deberían poder progresar en su carrera profesional más que aquellos que no trabajan tan bien”. Por tanto su recomendación es que “la estructura de lacarrera docente y la política de salarios recompensen la competencia y promuevan un mayor grado de compromiso y dedicación”. Los industriales concluyen taxativamente: “Los sistemas que garantizan contratos de por vida a los docentes deberían ser revisados” (15).


En el supuesto “mercado de la educación”, concebidos los centros como “empresas” que elaboran una cierta “oferta educativa”, y están forzados a competir entre sí para disputarse la “libre elección” de las familias, resulta obvio que no encaja ni bien ni mal la figura del funcionariado docente.


Si el modelo paradigmático es la empresa privada, el funcionariado docente resulta un escollo grave, un estorbo y un inconveniente. En efecto, a la empresa privada competitiva le es esencial disponer de unos trabajadores dóciles, polifacéticos, reconvertibles, fieles intérpretes del mandato gerencial, y nada asegura mejor esa disposición que la perpetua incertidumbre sobre la permanencia en el puesto de trabajo.


Hay, pues, una correlación que no es en absoluto accidental. Si la escuela pública se pone en cuestión, en su carácter de servicio público, regulado por el principio del interés general y no por las fluctuaciones de la oferta y la demanda, lo mismo debe hacerse con el funcionariado docente, pues éste constituye la columna vertebral de la institución que aún llamamos “escuela pública”. Por eso, la defensa del estatus funcionarial de los profesores de la escuela pública, no es simplemente una prioridad sindical, y menos una “reivindicación corporativa”, sino la defensa de un pilar básico de la enseñanza como servicio público.

En efecto. Con la escuela pública surge el funcionariado docente. Y esto responde a una filosofía política, a determinada teoría del Estado. Lo que se pretende asegurar mediante el régimen funcionarial de los servidores del Estado, es su neutralidad política en el ejercicio de la función que a cada uno le corresponde. El funcionario accede a su empleo en virtud de un concurso público basado —como ahora tanto se repite— en los principios de mérito, capacidad y publicidad. Es decir, ocupa el puesto que ocupa por sus méritos, no por el favor de sus superiores. El acceso a su destino y la permanencia de su puesto están regulados reglamentariamente, así como el tipo de tareas que pueden encomendársele. Su salario tampoco depende de la arbitraria voluntad de sus superiores, sino que está, así mismo, tasado por la ley, en definitiva, por el Parlamento. Todas estas características del estatus funcionarial no son “privilegios corporativos” —aunque ciertamente pueda hacerse mal uso en ocasiones, que sería igualmente corregible en vía reglamentaria—, sino que configuran un estatus de seguridad, y de razonable independencia, para que el funcionario en definitiva sea pura y simplemente obediente a la ley, instrumento de la ley.


El estatus funcionarial de los trabajadores del Estado es, pues, un componente básico del Estado de derecho. El estatus funcionarial, en consecuencia, no protege tanto al funcionario frente a las posibles arbitrariedades de sus superiores, cuanto protege a los ciudadanos,dándoles garantía de ser tratados por los funcionarios servidores del Estado con ecuanimidad o neutralidad ideológica y política. Y a esa misma conclusión se llega si se quiere considerar el reverso de la autonomía propia del estatus funcionarial, esto es, el principio de responsabilidad de todos sus actos al que está sujeto todo funcionario, que puede ser sancionado e incluso separado del servicio por incumplimiento de las leyes o de los reglamentos.
El funcionariado docente, con cierta semejanza a la carrera judicial, y por motivos semejantes, posee una especial prerrogativa de autonomía en el ejercicio de su función, a la que en la docencia se llama “libertad de cátedra”. Del mismo modo que el Estado de derecho garantizó la independencia del poder judicial, cuyo núcleo reside en la independencia de cada magistrado cuando emite sentencia, el Estado de derecho quiso garantizar la independencia ideológica del profesorado de la escuela pública. En el caso de los jueces para que sólo sentencien según su recto sentido de la justicia en conformidad con la ley. En el caso de los docentes para que sólo enseñen según su recta conciencia de la verdad científica y la objetividad de los hechos históricos. De ahí que también se exija para acceder a sus respectivos cuerpos profesionales un alto nivel de conocimientos en sus respectivas materias.


Todo esto no son cosas “obsoletas” de las que se pueda prescindir aprovechando otro vendaval “innovador” que moderniza dando pasos atrás. Antes bien, fueron importantes progresos que tienen su fundada razón de ser y que conviene retener, corrigiendo los defectos y aquellos abusos que sin duda hay, pero sin destruir uno de los pilares en que se asienta la escuela pública.


5. El mercado y la escuela pública


El discurso neoliberal concibe el sistema escolar como “mercado de la educación”, e introduce una terminología de inspiración mercantil para designar a los distintos agentes y funciones, con lo que, de entrada, nos sitúan ya en la lógica que implica el uso de tal tipo de expresiones.


Así resulta que las distintas modalidades de enseñanza, pública-privada; infantil, primaria, secundaria; así como las diversas opciones de cada nivel, constituyen la “oferta educativa”, y que los usuarios (alumnos, familias) constituyen la “demanda”. La lógica implícita en esa semántica nos conduce a hablar con artificiosa “naturalidad” del libre juego entre la oferta y la demanda en el “mercado de la educación”. Aparece luego la noción neoliberal de la “libre elección”, entendida como libertad de la familia consumidora para elegir entre los distintos “productos educativos” que se le ofrecen. En función de ese mismo proceso lógico, los colegios son “empresas” que ponen en circulación diversas mercancías, y cuanto más diversificada sea la oferta, más amplia será la libertad del consumidor a la hora de elegir en este peculiar supermercado.


Ahora bien, para que se diversifique la oferta es preciso que las empresas —los centros educativos— gocen de la necesaria autonomía curricular, pedagógica, etc.; y esto deberá entenderse en términos empresariales, y, por tanto, como poder del propietario titular del centro para decidir qué variedades ofrece y pone en el mercado.


Todo lo cual entraña competir. Dentro de esta lógica la calidad es estimulada por la competición. Los oferentes, los colegios, compiten entre sí para captar a los clientes. Pero si la demanda supera la oferta de plazas de los mejores establecimientos resultará que son los clientes —alumnos, familias— quienes compiten entre sí para ver quien obtiene la plaza apetecida. Entonces se han vuelto las tornas y tenemos un curioso mercado en el que es la empresa, el colegio, quien se permite seleccionar a sus alumnos.


Esta forma de concebir el sistema escolar lleva a reconocer que el elemento rector debe ser la demanda, y que la calidad de un centro se define por el grado de satisfacción de los clientes. Por tanto, lo que en el centro se lleve a cabo debe ser una “educación a demanda”, conforme a los deseos de una determinada clientela que ha sido captada por el mismo. Este sería el norte que guía a la “calidad total”.


Pero un sistema escolar así concebido resulta inevitablemente desigualitario y selectivo, incluso desde etapas muy tempranas. Surge entonces, como una capa que lo cubre y legitima todo, el concepto de igualdad de oportunidades, interpretado como exigencia de igual asignación del gasto público por alumno, materializable —en su modalidad extrema— en forma de “cheque escolar.


Subyace, a nuestro entender, una cierta perversión conceptual en todo este esquema, que se va difundiendo al amparo del equívoco terminológico. En primer lugar, no podemos aceptar que la educación sea entendida como una mercancía, y por tanto, sujeta a las leyes del mercado, en lugar de considerarla como lo que es: un derecho fundamental e inalienable de todos los ciudadanos; uno de los Derechos Humanos cuyo posible ejercicio el Estado tiene el deber de garantizar en igualdad de condiciones para todos, poniendo los medios necesarios para que cada uno reciba la atención que merece en función de sus necesidades, lo cual no significa dar exactamente a todos lo mismo, sino dar a cada cual lo que precisa para desarrollar sus capacidades. De otro modo la escuela no cumple con uno de sus más importantes fines: compensar las desigualdades.


En segundo lugar, si la educación no es una mercancía, como tampoco lo es la salud, sino un derecho, carece de sentido hablar de “mercado educativo”. El mercado es el ámbito en el que se intercambian bienes, generalmente mercancías, a cambio de una cantidad económica, y donde adquiere más el que más tiene, y donde el que no tiene simplemente contempla el espectáculo desde su propia frustración insolvente.


De ahí que, en tercer lugar, el sistema educativo no deba estar regido por las leyes del mercado, sino por principios de justicia y de equidad. Lo que se enseña, quién lo enseña, cuándo se enseña, dónde, cómo y a quién cada cosa, no puede confiarse a ninguna relación mercantil de oferta y demanda. Antes bien, ha de atenerse a la demanda en sentido antropológico: la formación polifacética de la persona humana, llevándolo a cabo en las condiciones racionales que mejor armonicen el interés individual y el interés social.


En la competición que genera el mercado, cada uno mira por su propio interés, y por el de su familia, que es también el suyo. Es legítimo que el padre decida siempre lo que considera la opción más favorable para su hijo dentro del contexto que tiene ante sí. Sería demasiado heroico que eligiera un colegio pensando en la mejor opción de sistema posible para la ciudadanía en su conjunto. Naturalmente no es así. Todos los padres, ante escuelas y currículos desiguales quieren para sus hijos la mejor escuela y el currículo que le augure un mejor futuro profesional. Más aún, cuando actúa como padre tiene el deber de actuar así.


Algo semejante ocurre con los Centros. Si se les da la autonomía suficiente para diseñar en lo substancial el currículo, y también cierta influencia para seleccionar al alumnado, cada centro optará por el currículo más selectivo que le permita su medio social, y procurará quedarse con el alumnado más competente, tanto por el prestigio del centro como el mayor bienestar y satisfacción profesional de su profesorado. Y esto también es inevitable.


De ahí que el libre juego de la oferta y la demanda, o como se dice más eufemísticamente, “la libre elección”, y la “autonomía escolar”, conduzca sin remedio a una diversificación jerarquizadora, a un sistema intensamente selectivo, a la agrupación de un tipo de alumnado en centros de élite, y a la segregación de otro tipo de alumnado en centros de recogida, principalmente estatales, porque a fin de cuentas es al Estado a quien se reclama que garantice al menos un puesto escolar para cada niño.


Ahora bien, si los actores del hipotético mercado, tanto los padres como los centros, tienden cada cual a su propio beneficio, ¿quién vela por el interés general? ¿Quién impondrá a todos el interés común? ¿Quién será la mano explícita que evite las desigualdades crecientes que produciría “la mano invisible” del mercado y la competitividad?


Podemos dar la respuesta citando textualmente la Constitución: “Los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados, y la creación de centros docentes.” (27.5). De ahí que, dejando aparte toda la ficción del “mercado educativo”, corresponda al Estado en cuanto poder público establecer un currículo racional para todos los centros sostenidos con fondos públicos, que no sea de hecho discriminatorio en ninguno de ellos para una parte de la población, y que así mismo corresponda a los poderes públicos adoptar disposiciones tan enérgicas como fuere preciso para asegurar una equitativa distribución del alumnado, porque ambas cosas son requisito imprescindible para propiciar la cohesión y un mínimo exigible de igualdad social.


6. La acción posible


La Fundación Educación y Ciudadanía, que no considera acertado el camino que abre la perspectiva neoliberal sobre la educación, reconoce sin embargo que deben introducirse algunas importantes rectificaciones, pero en otra dirección, conforme hemos desarrollado en anteriores publicaciones. Recordemos lo esencial. Ir de frente a la raíz del problema que ha causado tanto malestar docente y tan precarios resultados. Profundizar con decisión en la diversificación del currículo, y en las medidas de atención individual a la diversidad del alumnado. Ratio variable por debajo del máximo legalmente establecido para cada nivel, conforme a lo que exijan las peculiares necesidades de cada zona, centro, o grupo. Profesores de apoyo, y personal competente que se haga cargo de las tareas complementarias y asistenciales que exceden la función docente. Completar las instalaciones y la implantación didáctica de los centros. Restauración de la disciplina escolar.


Con eso y con todo, quizá lo más urgente sea recuperar la moral del profesorado, reverdecer su vocación docente para que sea más cooperativo, lo cual no se logrará de forma efectiva por la taumaturgia de ningún “líder pedagógico”, sino aprobando de una vez un Estatuto Docente que contenga estímulos profesionales y económicos al incremento objetivable del trabajo aportado por cada profesor.


El compromiso de los padres con la escuela tiene dos vías operativas de mejora: Intensificar la función tutorial como relación individualizada con el alumno, y con la familia; mejorar en su conjunto la participación de la comunidad escolar.

Sobre todos y cada uno de estos aspectos FETE-UGT ha ido elaborando y presentando sendos estudios y propuestas, algunas muy difundidas en folletos de gran circulación. Lo que importa ahora es cerrar el paso al modelo neoliberal-privatizador que casi insensiblemente va desmoronando pieza a pieza, casi sin que se note, la escuela pública, y exigir en cambio medidas que tiendan a fortalecerla, como las que acabamos de apuntar, sin desnaturalizarla.


Notas:


(1) The European Round Table of Industrialists, Education for Europeans: Towards the Learning Society, Bruselas, 1995, p.6
(2) Publicado en Perspectiva Econòmica de Catalunya, marzo de 2005, pp. 61-67
(3) Donald J. Johnston, “L’apprentissage à vie pour tous”, publicado en la revista de la OCDE, L’Observateur, núm. 214 octubre/noviembre, 1998.
(4) Guellec, D. y Ralle, P.: Les nouvelles théories de la croissance, París, La Découverte, 1995, p. 52.
(5) European Comission: White Paper on growth, competitiveness, and employment, Bruselas, 1993.
(6) Discurso de Edith Cresson, Putting our Knowledge to work: a second chance for young people, Harrogate, marzo de 1998.
(7) OCDE: Education Policy Analysis, 1998.
(8) Consell Superior d’Avaluació del Sistema Educatiu: Relació de competències bàsiques (Departament d’Ensenyament, Barcelona, 2003), p. 4
(10) European Round Table: Education for Europeans. Towards the Learning Society, Bruselas, 1995, pp. 11 y 14
(14) Comisión Europea: L’Apprentissage de la Citoyenneté Active, Bruselas, 1998.
(15) European Round Table: Education for Europeans. Towards the Learning Society, Bruselas, 1995, p. 31

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